Los últimos datos sobre la evolución del sector inmobiliario son inquietantes. Las operaciones de compraventa de viviendas han caído un 24,6% en el primer semestre del año, lo que supone la peor tasa desde 2009, que reflejó el primer impacto de la recesión y el más duro.

El desplome responde, según los expertos, a que los ciudadanos han congelado sus decisiones de compra por la incertidumbre que el coronavirus ha trasladado a la economía. Y eso, lógicamente, se refleja en los precios, que entre enero y junio de este año se han reducido en un 4,7%. Aunque, y eso es lo más alarmante, en el segundo semestre de 2019 ya habían perdido un 2,1% sin que entonces hubiera síntomas de la pandemia.

En paralelo, los alquileres han subido casi un 5% en términos anuales, producto de una mayor demanda frente a una oferta en recesión. Sin embargo, los últimos indicadores, correspondientes a los meses de junio y julio indican una pequeña reducción de las rentas, del 0,20% y del 1,52%, respectivamente. Es probable que la migración de la oferta de pisos turísticos hacia el mercado residencial a que ha obligado la escasa afluencia de turistas de este verano haya contribuido al alivio de la tensión de los precios en los arrendamientos.

Pero el fondo de la cuestión sigue ahí: ¿por qué la demanda inmobiliaria estaba en retroceso aun y con una economía que crecía al 2% cuando la construcción tiene tanto peso en nuestro PIB? El tocho ha dejado de ser un valor seguro para el ahorro, y no podía ser menos cuando los impagos del alquiler se han triplicado del 5% al 15% en el primer semestre, consolidando una tendencia de los últimos años que ahora se ha visto reforzada por la moratoria de seis meses que abrió el Gobierno con motivo del estado de alarma.

Entre el 2015 y el 2019, las denuncias por okupación de viviendas aumentaron en España un 41%; y en el primer semestre del 2020 ha seguido la tónica con un crecimiento del 5%. Se trata de una práctica consentida y alentada desde algunas esferas del poder, como sucede en Cataluña. El hecho de que el 48,5% de las denuncias que se han registrado en lo que llevamos de año se hayan producido en las cuatro provincias catalanas tiene mucho que ver con la política alentada por Ada Colau desde el Ayuntamiento de Barcelona y por el seguidismo anarquizante que practica la Generalitat en manos de los neoconvergentes desnortados de Quim Torra.

La situación de inseguridad jurídica a que hemos llegado es surrealista. Si un propietario se encuentra con su casa ocupada, le corresponde a él la carga de la prueba para demostrar, primero, que efectivamente es suya; y, después, que vive allí; pero cuidado que si el okupa se ha instalado y ha promovido el atestado policial, el asunto se judicializa sin remedio y el dueño puede darse por jodido. O sea, que si es una inversión la va a perder durante un buen periodo de tiempo, a no ser que se avenga al chantaje y pague para disponer de lo que es suyo. De lo contrario, a esperar a que se pronuncie la justicia. Se ha convertido en sospechoso porque tiene un piso. A ese nivel estamos llegando.

Nuestros legisladores han matado la vivienda como inversión, de modo que si un ciudadano dispone de unos ahorros tendrá que dejárselos al banco a cambio de nada, que es como se retribuyen ahora los depósitos. Aunque también puede optar por un fondo de inversión, que en el primer semestre del año solo han perdido un 4,7% de su patrimonio; o por la bolsa, que desde enero ha bajado nada más que un 24%.