Alguien que conoce en profundidad el sector funerario español explica que lo que afrontan estas semanas en esas empresas es descorazonador. Los datos que manejan distan de las estadísticas oficiales de fallecidos por la pandemia del Covid-19. Son superiores y alarmantes. Le pido que me confirme si, en efecto, el incremento de muertes es tan elevado en españoles de más de 65 años. Su respuesta es sorprendente: cuidado, el número de personas afectadas sí es superior en las franjas altas de edad, pero son legión los adultos en edades intermedias que se están dejando la vida en esta crisis sanitaria. Añade un dato espeluznante: el número de bebés fallecidos estas semanas es preocupante y no se traslada a las estadísticas oficiales, que atribuyen el fallecimiento a causas distintas de la pandemia.
Las reflexiones de esta fuente no persiguen aumentar el pesimismo general sobre la evolución del virus planetario, pero sí dar fe de que la dimensión sanitaria del asunto no puede sintetizarse solo en estadísticas frías y curvas de tendencia que, con más deseo que prudencia, aspiramos a moderar. El asunto es feo, realmente escalofriante. Además, no emerge en ruedas de prensa, estadísticas oficiales o comunicados gubernamentales. Dudo que haya ocultamiento, es menos maquiavélico. A la par que se administra el drama se intenta establecer un clima de confianza que haga más llevadera las restricciones de movilidad emanadas del estado de alarma.
Cualquier gobernante responsable tiene ante sí una dicotomía para determinar cuáles son las actuaciones más convenientes: la economía o la vida. Y el justo equilibrio, los vasos comunicantes entre una y otra, son de hecho el gran quebradero de cabeza de cualquier administración que, insisto, desee contribuir a la resolución cabal de una calamidad de impredecibles ramificaciones.
Existe cierto consenso entre los expertos en economía sobre la magnitud de la tragedia que nos espera. La recesión que viene será la suma de la caída productiva, del descenso del consumo privado y público y del dramático nivel de desempleo al que pueden encaramarse sociedades como la española, dependiente de un sector terciario al que la pandemia afecta de manera especial.
En el último tercio del siglo pasado, España registró dos periodos en los que más del 20% de los ciudadanos en edad de trabajar estaba en paro. Fue, de manera principal, entre 1984 y 1987, cuando la tasa de desempleo llegó a alcanzar al 21,5% de la población activa, y entre 1993 y 1997, con un índice de paro que se encaramó después de los fastos de 1992 al 24,5% de los españoles. En el primero de los periodos salíamos de la crisis del petróleo, acababan de llegar los socialistas al poder en 1982 y el país estaba en plena reconversión de sectores que habían quedado anquilosados en los últimos años del franquismo. El país en su conjunto se preparaba para la aventura europea y adelgazaba aquellas actividades que ni eran competitivas ni tenían futuro inmediato. La segunda ocasión tuvo como referencia el postolimpismo y coincidió en el tiempo con el declinar de los gobiernos socialistas de Felipe González.
La más reciente crisis con efectos sobre el empleo tuvo lugar ya en el XXI. Desde 2011 hasta 2015, ambos inclusive, el paro superó el 20%. En ese periodo se alcanzó un récord insólito, entre los españoles que podían trabajar en 2013 el 26,94% vivían desempleados. Fue la crisis financiera internacional desatada en 2008 en EEUU la que llevó la economía mundial a la recesión y el paro español a cotas desconocidas. La construcción, afectada de pleno por la burbuja inmobiliaria y sus activos buñuelo, se desplomó y el resto es de sobras conocido: José Luis Rodríguez Zapatero a los mandos, el Plan E de finales de 2008 para estimular desde el sector público la economía y la casi intervención europea de nuestra economía.
La crisis derivada del coronavirus puede ser de una magnitud superior a las tres anteriores en términos de destrucción de riqueza y empleo. Está por ver, y esa es la gran esperanza colectiva, si también su duración será más breve. Si en los 80 la economía española sufrió la reconversión de la siderurgia, el naval y la minería, en la de los 90 se produjo un mix entre la construcción y la industria que produjo a posteriori una cierta modernización darwinista de las empresas españolas y cierto grado de internacionalización. En la crisis del siglo XXI, después de la caída de Lehman Brothers, fueron construcción y sector financiero los que sufrieron la mayor reconversión. Ahora, sin embargo, será el turismo, la hostelería, el comercio, y en menor medida el resto de sectores, los afectados. Por lo intensivos que son todos ellos en mano de obra no sería extraño que aquel 27% de paro de 2013 parezca una broma ante las tasas de desempleo que conozcamos en el futuro inmediato. Similar sucederá con la generación de riqueza. Desde 1971, en todos los momentos de crisis que ha vivido España, la mayor caída del producto interior bruto del país tuvo lugar en 2009, cuando se registró un retroceso del 3,8%. Una broma con lo que nos puede deparar ese mismo indicador este 2020.
En la recta final del siglo pasado se teorizó bastante sobre la llamada parábola de la socialdemocracia. Era una forma de justificar la alternancia entre gobiernos progresistas y conservadores en países como Alemania o Reino Unido. En síntesis, los gobiernos de izquierdas eran quienes capitaneaban las crisis porque su control sobre la base social permitía la ejecución de ajustes y recortes sin revueltas sociales. La erosión que todo eso producía en términos electorales acababa por relevarlos del poder dando paso a una gobernación de corte conservador que aprovechaba los cambios estructurales gestionados antes por sus adversarios y cosechaba réditos en términos de desarrollo económico. Observar las crisis españolas y quiénes gobernaban antes y después de cada una de ellas es clarificador de cómo esa parábola fue casi mimética en las últimas décadas.
Conviene sacar lecciones de la historia. En las anteriores crisis nos jugábamos la economía. En la presente, la cosa va de economía y vida. Por la criminalidad del puñetero virus, pero también porque la magnitud del desplome de actividad dejará rastros de pobreza, marginación y menos vida. Las soluciones, por tanto, ya no pueden sacarse de manuales clásicos de economía ni de política. A problemas distintos, procedimientos renovados. Es una lógica de pura salvación, de reconstrucción anticipada, de la que debieran quedar fuera antagonismos y disputas tradicionales. Y ese equilibrio y sentido común es el que debemos exigir a quienes gobiernan ahora o lo harán mañana.