En 1983, La Caixa tenía 26.000 de viviendas en alquiler valoradas en unos 134.000 millones de pesetas. El 70% de ellas estaba arrendado a precios controlados por el Estado, mientras que apenas el 5% tenía una renta superior a 10.000 pesetas mensuales. Había acumulado ese inmenso parque inmobiliario por la aplicación durante decenios de una política de inversiones intervenida que obligaba a todas las cajas de ahorros a comprar deuda pública, vivienda social y poco más.
La inversión total en esas promociones a lo largo de los años sumó unos 40.000 millones de pesetas en el caso de la primera caja catalana, lo que arrojaba una plusvalía descomunal.
Tras la liberalización del sector, esos recursos eran mucho más productivos en el mercado o financiando la expansión del negocio que manteniéndolos en el tocho. Además de ofrecer poca rentabilidad anual y de vivir unos años de estancamiento inmobiliario, eran una fuente de conflictos que podía dañar la imagen de La Caixa, una cuestión que pesó muchísimo a la hora de decidir la venta de los pisos a sus inquilinos.
La intervención de las rentas por parte de la Administración y una legislación paternalista y rígida hacían muy poco atractiva la inversión en vivienda para la banca y también para las aseguradoras, cuando por definición se trata de una actividad a largo plazo y de rentabilidad estable óptima para ambos sectores.
Esta digresión viene a cuento de las disposiciones que acaba de poner en marcha el Gobierno español para permitir que los ciudadanos que viven de alquiler y se vean afectados por la crisis del coronavirus suspendan el pago de sus rentas. Al final, el Estado se convierte en avalador de créditos a tipo cero para que esas familias paguen las rentas y que podrán devolver en seis o diez años. Si no lo hacen nunca, el Tesoro acabará haciéndose cargo.
Es una medida generosa y justa, sobre todo si la comparamos con otras ayudas públicas a fondo perdido para la industria o la banca. El PSOE ha tenido que poner el freno de mano, parece ser, porque sus socios de Podemos hacían planteamientos más radicales en el sentido de trasladar los problemas de los inquilinos a sus caseros de forma directa, en la línea de la Plataforma de los Afectados por la Hipoteca.
Pablo Iglesias ha dado cuenta de estas nuevas medidas y ha subrayado que el tratamiento a los propietarios no es uniforme: “No es lo mismo una pareja de jubilados que reciben una pensión baja junto a la renta de un piso que han comprado tras toda la vida de trabajo que alguien con 15 o 20 viviendas alquiladas o fondos buitres con miles de viviendas". La pulsión por distinguir entre quién tiene unos derechos y quién otros es preocupante. ¿Por qué no aplicar esa vara de medir a los que tienen casa con piscina?
Algo parecido ha dicho Ada Colau, que no ha perdido la oportunidad de ponerse la medalla; aunque ella hubiera ido más lejos, claro.
Lo más grave del asunto es que el país necesita una política de vivienda estable, inteligente y social. No basta con citar el artículo 128 de la Constitución o el derecho a la vivienda. Para convertir esos principios en realidad hay que dar seguridad jurídica a quien invierta en la compra de una casa --para ocuparla o alquilarla--, porque de lo contrario se convierte en un producto de riesgo y, por tanto, de especulación.
Si aspiramos a que las familias vivan más de alquiler que en propiedad, como ocurre en los países del Norte, hay que alejarse de la demagogia. Nuestros políticos no pueden dar crédito a consideraciones como las del Sindicato de Inquilinos, para el que sólo el 16% de los propietarios que ponen un piso en el mercado lo hacen por “necesidad económica urgente”, un juicio de valor desquiciado y que tanto se parece al de Iglesias y Colau.
Esa es la forma más segura de renunciar a sus propios objetivos y forzar decisiones como las que tomaron las obras sociales de las cajas de ahorros en los 80. La alternativa podría ser que se encargara el Estado, es cierto, pero no saben hacerlo. Si no, que le pregunten a la alcaldesa de Barcelona, que en su primer mandato entregó las llaves del 10% de los pisos sociales que había prometido.