Es un punto de inflexión. La sonrisa se ha congelado. La crisis del coronavirus supone un cambio brusco para nuestras vidas, para todo el planeta, porque deja constancia de la fragilidad del ser humano, y de un hecho que se había aplaudido, y con razón, pero que también podía presentar una cara no muy amable: la globalización. Aunque algunos expertos, como el profesor del IESE, Pankaj Ghemawat, han sostenido en los últimos años que ese proceso era mucho más lento del que se explicaba, y que las relaciones personales y de intercambio cultural todavía se establecían a escala local, es cierto que ahora se comprueba que cualquier fenómeno que ocurra en un rincón del planeta afecta al resto en muy poco tiempo. Y ya lo tenemos aquí.
El virus pone en cuestión un problema que no es nuevo, y que sólo ha interesado a una izquierda más comprometida desde hace unas dos décadas: la necesidad de reforzar la gobernanza mundial, de buscar instancias sólidas que no se basen en unas pocas reuniones del G-20. Es una idea que, a pesar de ser respetada y de que se defiende de vez en cuando con esa frase de “necesitamos un gobierno global”, acaba cayendo en saco roto, porque los intereses son muy distintos, porque todo es más complejo cuando se pasa de la teoría y de los manuales de ciencia política a la práctica y a los actores que deben implementar medidas concretas.
Pese a ello, el coronavirus forzará esa colaboración, desde el ámbito sanitario y también desde la esfera económica. Las grandes instituciones buscarán una mayor coordinación, porque, a pesar de figuras como Trump --no por él, sino por su idea de que Estados Unidos puede resistir solo-- de nada servirá que la Unión Europea pueda capear la crisis sin un empuje monumental de Norteamérica, en su conjunto, sin China y los países asiáticos en su órbita o sin Japón y sin Latinoamérica.
En esa nueva coyuntura, con programas económicos que no se conocían desde la II Guerra Mundial, un señor llamado Joaquim Torra i Pla envía cartas al Consejo Europeo y ofrece entrevistas a la BBC para señalar que España no está gestionando bien la crisis, y que no permite que Cataluña, que sí sabría hacerlo, ponga en práctica un plan maravilloso: la confinación que, de hecho, es lo que ha establecido el Gobierno español para todos los ciudadanos españoles.
Es una anécdota, porque el problema de fondo es otro: la obsesión en aparecer como ‘el otro’, como ‘el diferente’, como ‘el mejor’, como el “pueblo que podría triunfar”. Es el momento de un punto de inflexión, para que el movimiento independentista entienda que sus sueños están instalados en el siglo XIX, cuando se forjaron las naciones.
Es ya absurdo hablar de la nación catalana, o de la española. Lo que cuenta es un Estado que ofrece derechos y servicios a sus ciudadanos (entre ellos los catalanes, y los que se sienten sólo catalanes y quieren la independencia), y que dispone de recursos y de fuerza --también el Ejército, sí, para servir a ese conjunto de ciudadanos-- para intentar resolver crisis tan graves como la actual.
¿Que el mundo vuelve a ser de los Estados? Hay ahora más colaboración, y se camina, como antes se apuntaba, hacia esa gobernanza mundial, con tropiezos, pero de forma inexorable, porque los peligros son para todos igual. Y los catalanes, que han contribuido como nadie a la formación de ese Estado, en gran parte están orgullosos de cómo se ha modernizado y de cómo forma parte del concierto internacional.
Las tonterías, los juegos para declaraciones unilaterales, para lograr el poder y mantener una especie de chantaje permanente, las quejas eternas, las señas de diferenciación permanentes, todo eso se ha acabado.
Y ese cambio se acelera cuando al frente de la Generalitat figura un hombre como Joaquim Torra i Pla, incapaz, en un momento tan grave, de ponerse detrás del Gobierno del Estado. Porque se debe recordar que la Generalitat es Estado, que cuando los catalanes votan en las elecciones generales lo hacen para obtener representantes en sus circunscripciones de la soberanía española. A veces se olvida y se habla de diputados de Cataluña, de un país que envía a sus embajadores a España. Se olvida porque hay un relato que refuerza la idea contraria desde 1980.
Las tonterías se han acabado, y lo mejor sería aceptarlo y buscar complicidades entre todos: los conciudadanos de toda España, porque ahora lo que se intenta salvar es todo un país, no una parte confinada para marcar que no tiene nada que ver con España.
Hay una prueba adicional, que explica muchas cosas. La reacción más severa contra el presidente Torra la ha protagonizado la ministra de Defensa, Margarita Robles. Lo dice con especial vehemencia, al señalar que Torra no está a la altura de las circunstancias, y que ella puede hablar con propiedad, porque conoce Cataluña.
En ese momento se escuchan algunas sonrisas por parte del independentismo, que ve a Robles como un estandarte del patriotismo español más trasnochado. Pero olvidan algo. La magistrada Robles fue una de los ocho miembros del pleno de la Audiencia de Barcelona que se pronunció a favor del procesamiento de Jordi Pujol por el caso Banca Catalana. Otros 33 magistrados votaron en contra y Pujol salió indemne y, además, lo vendió como un ataque a Cataluña.
¿De verdad el independentismo no es consciente de cómo se ha llegado hasta aquí? ¿No es ya un proyecto inmoral?
Robles sabe de lo que habla y por eso a la que tiene oportunidad carga frontalmente contra los dirigentes independentistas. Pero es que Torra se lo pone muy fácil.