El 8M se caracteriza en los últimos años por ser una semana en que hablar de feminismo se convierte en cuestión central. El resto del año las voces de las mujeres pueden seguir en segundo plano como ha ocurrido de forma tradicional, el motivo de que aún se necesite una jornada para reivindicar que la mitad de la población del mundo existe y debe ser respetada y escuchada. Pongan ambos atributos en el orden que más guste. Reflexión esta de alguien privilegiado que vive en una ciudad, Barcelona, en la que ha podido regresar a casa sola y borracha (a pie y en Metro) sin sufrir ninguna agresión.
Otras amigas y compañeras han padecido el doble estigma de haber sido violadas y tener que convivir con ello, con el debate interno de si fallaron en algo y la eterna justificación. La vindicación de que, efectivamente, son víctimas, y la búsqueda de cómo se pasa página ante una sociedad que las cuestiona y en la que aún hay ecos de la sentencia de la minifalda. Sin entrar en la situación de las mujeres en otros países donde simplemente son objetos, como contaba a finales del pasado año la directora de la asociación La Alianza de Guatemala, Carolina Escobar.
Este 8M no será precisamente el de la unidad. De entrada, se llega a esta jornada con un Gobierno dividido por una norma planteada como la piedra angular de las políticas feministas de un Ejecutivo que saca pecho, precisamente, de ello. El anteproyecto de la ley de violencias sexuales que impulsa el Ministerio de Igualdad, dirigido por Irene Montero. Las fricciones entre PSOE y Podemos por el redactado y la letra pequeña de la norma han dado más munición a los partidos de la oposición que el caso Delcy.
A todo ello se le debe añadir la campaña publicitaria bajo el lema Sola y borracha quiero llegar a casa que ha conseguido provocar tanto como se pretendía, aunque no sé si en la dirección deseada. Se debe reconocer que como mínimo ha abierto un debate sobre la libertad que deberían disfrutar todas las féminas. Cuestión que aún no ha sido superada y que lleva a actitudes y propuestas tan paternalistas como las de poder frenar un autobús cuando una se sienta amenazada por algún pasajero a bordo. ¿No sería más efectivo luchar contra este tipo de comportamientos? ¿Sólo se nos ocurre que ella pueda apearse cuando quiera? ¿Es la fórmula más eficaz para sentirse segura?
Sobre si el papel de la mujer ha mejorado en unos años en los que hasta gente tan poderosa como la presidenta del Banco Santander, Ana Botín, o Beyoncé se reivindican como feministas, la respuesta decepciona. Es verdad que cada vez copan más puestos de poder, aunque la presencia de mujeres aún es extremadamente minoritaria --el mundo aún es de hombres blancos, heterosexuales y entrados en edad-- y en demasiadas ocasiones se las promociona con el objetivo de ejercer de simples floreros. Su presencia es necesaria en fotos oficiales y en consejos de administración (el grueso de ellas, como independientes), pero su poder de decisión real es limitado. Su voz aún no tiene el mismo impacto que la de un hombre.
Persiste la brecha salarial y los problemas para conciliar, ya que la crianza de los más pequeños aún corre demasiado a cargo de ellas. Por cierto, detrás de la inmensa mayoría de historias de dificultades encontramos la precariedad que aún persiste como la principal lacra del mercado laboral del país. Y los pasos para superar estos hándicap son demasiado limitados.
Reconocer, respetar y escuchar la voz de las mujeres es una gran asignatura pendiente, también para las sociedades privilegiadas como la nuestra. Entornos que también deben pensar qué les brinda estas concesiones (y cómo se blindan) y en el que el feminismo requiere de mayor empatía. Esta necesidad supera el 8M.