Los catalanes hemos votado 12 veces desde 1980 para escoger a nuestros representantes en el Parlamento autonómico. Si, como se prevé, acudimos de nuevo a las urnas durante este 2020, desde la aprobación del Estatuto de 1979 habremos votado cada tres años. ¡Menudo promedio! Hay, pues, un músculo votante bien adiestrado por varias generaciones.

La inhabilitación del presidente Quim Torra es el último episodio del esperpéntico puzzle que es hoy la política catalana. Mientras los políticos que gobiernan la Generalitat deciden cuál es la respuesta a la decisión de la Junta Electoral Central y a la negativa del Tribunal Supremo de aplicar medidas cautelares contrarias a la inhabilitación, partidos y grupos varios preparan los próximos comicios autonómicos.

Aunque no existe garantía alguna, en la sociedad civil catalana habita cierto anhelo de que unas elecciones aclararán el panorama. La conformación de un pacto de progreso para la gobernabilidad de España ha dado alas al independentismo. Creen que una interlocución progresista en Madrid puede rebajar la tensión política y que Cataluña podría beneficiarse a corto plazo de ese concepto inconcreto de diálogo que sobrevuela el pacto de socialistas y Podemos.

Los republicanos de ERC tienen un enorme interés por sacar adelante el presupuesto autonómico. Saben que, si logran pactar unas cuentas públicas actualizadas, esos números serán útiles para después de las elecciones. Si la gobernación se hace difícil, siempre podrán ganar tiempo prorrogándolas. Los seguidores de Oriol Junqueras han admitido que se abre una tregua política en la que podrán capilarizar su poder en el territorio y ganar tiempo para ampliar sus partidarios de cara al futuro. Además, practicarán la gimnasia de gobernar, lo que redundará en la moderación y posibilismo de sus cuadros y dirigentes. Ese es su análisis de lo que viene.

En el marco del secesionismo, quien lo tiene peor a priori es Junts per Catalunya, el invento de los irreductibles de Carles Puigdemont, Torra, Laura Borràs, Eduard Pujol… Poco o nada queda de la antigua Convergència Democràtica de Catalunya, que fue su embrión, o del PDECat, que sirvió de plataforma electoral pero enterró sus principios de orden en la radicalidad del movimiento soberanista. Toda la demoscopia desplaza el tirón electoral independentista hacia ERC, pero Puigdemont y los suyos han dado pruebas suficientes de que su discurso emotivo en lo político aún cuenta con partidarios. Sus resultados son los más difíciles de pronosticar, porque los votantes se comunican como vasos electorales con republicanos y la CUP.

Los socialistas catalanes están preparados. Miquel Iceta repetirá como cabeza de lista y Eva Granados gana enteros en la cúpula del partido y del cartel electoral. Deberán ver si vuelven a probar pactos como los que les aproximaron en 2017 a cobijar a los restos de UDC con Ramon Espadaler al frente. Formar parte del gobierno español puede ayudarles ante quienes ejerzan un voto utilitarista. Las críticas que han recibido por apoyarse en las abstenciones de nacionalistas catalanes y vascos para lograr la investidura de Pedro Sánchez tendrán un efecto menor en el voto catalán. La decadencia de Ciudadanos podría, a la vez, convertirlos en la segunda fuerza política si consiguen recuperar parte del voto del área metropolitana barcelonesa que se llevó Inés Arrimadas en diciembre de 2017.

La formación naranja, ganadora de las últimas autonómicas, tiene unos augurios electorales que son de un pesimismo rayano en la catástrofe. Algún estudio sociológico los sitúa incluso por detrás de PP y Vox en intención de voto. Lorena Roldán parece llamada a encabezar el cartel electoral y seguro que Arrimadas, si logra el control del partido, colaborará en el propósito de evitar el funeral. Ciudadanos, sin embargo, no competirá por liderar la oposición constitucionalista, sino por evitar el desmoronamiento en la comunidad que los vio nacer y que estaba en la razón nuclear de su existencia.

Del ámbito del centro derecha sólo puede progresar el PP. Alejandro Fernández es un líder por explotar y cuenta con recorrido para mejorar los últimos resultados en la autonomía. La decepción con Ciudadanos hará retornar una parte del voto histórico que acumuló en tiempos de Alejo Vidal-Quadras. Tiene un flanco desfavorable que deberá gestionar con precisión durante la campaña electoral: la amenaza de Vox. El PP reunía en Cataluña la respuesta al separatismo, pero con la irrupción primero de C’s y la posterior de los seguidores de Abascal se verá obligado a modificar el discurso a fin de no confundirse con unos y otros.

La ultraderecha catalana puede irrumpir en el Parlamento catalán como ha sucedido en Andalucía o Madrid. Existe un movimiento ultramontano que, como reacción al desafío independentista, ha extendido sus tentáculos, se ha organizado, cuenta con medios de comunicación y ha resucitado de las catacumbas en las que andaba hibernado. El populismo de extrema derecha ha encontrado acomodo. Aguarda, expectante, después de confesarse y comulgar, a tener voz propia en la cámara catalana y así disputar espacio con el populismo independentista, que es tan ultra, casposo, conservador y tradicionalista como ellos.

La ambigüedad de los Comunes hace difícil pronosticar cómo afrontarán estas elecciones. El voto útil de la izquierda podría recalar en el PSC de manera parcial. Incluso la CUP puede robarles papeletas en algunas zonas. ERC y PSC cuentan con ellos para pergeñar un hipotético gobierno tripartito que arrincone a Junts per Catalunya y rememore los ejecutivos que presidieron Pasqual Maragall y José Montilla. Su contribución, sin embargo, puede ser inferior a la prevista. Su gran lideresa catalana, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, ya perdió las elecciones municipales y sólo pudo retener la vara de mando gracias a la generosidad necesitada de socialistas y de un Manuel Valls que le regaló los votos necesarios.

Hay más por saber: qué hará el propio Valls en política catalana y qué pasará con esos movimientos que intentan levantarse desde un supuesto centro catalanista y que, hasta la fecha, sólo son una especie de buena fe de intenciones. Justo aquí es donde está la capacidad de sorpresa, pero también donde se percibe el mayor atraso en la confección, preparación y búsqueda de financiación de esos proyectos.

Si tras conocer el panorama alguien se pregunta si estas elecciones mejorarán la situación catalana, la respuesta tiende a ser pesimista: votaremos, pero no lo solucionaremos. En el mejor de los casos se ganará tiempo para reflexionar y quizá la maquinaria de la administración eche a andar después de la parálisis de estos años. Poco más. Lo único cierto es que Cataluña está preparada para votar de nuevo.