Que el presidente de la Generalitat, Quim Torra, siempre se ha sentido más cómodo como activista que en un cargo institucional es algo que quedó claro desde el primer momento en que asumió la responsabilidad de ponerse al frente del Govern. Que se lanzara cual kamikaze a una inhabilitación ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por negarse a retirar en el plazo previsto la simbología independentista en el Palau de la Generalitat es algo inaudito y dice mucho de su persona.
Prefiere ser recordado como un líder inhabilitado por una cuestión que entra en su marco mental político antes de que sus socios de Gobierno e incluso de partido (si entendemos que él está en el ámbito de PDeCAT) le dejen en la cuneta.
Pasaría a engrosar la lista de presidentes autonómicos que han perdido esta condición en los tribunales. A diferencia del grueso de ellos, no por un caso de corrupción como la codena a los socialistas José Antonio Griñán y Manuel Chaves, la punta del iceberg de la pieza política del caso de los ERE que muestra cómo el escándalo de los cursos de formación no es fruto de cuatro manzanas podridas dentro de una formación, sino un problema de instituciones podridas.
Torra vende incluso ante los magistrados que se ha mantenido fiel a sus ideales, tal y como él mismo defiende. O, lo que es lo mismo, pompa y circunstancia. Qué fácil resulta plantar cara a un tribunal cuando sólo te juegas la inhabilitación de un cargo en el que ya sabes que estás en tiempo de descuento. Qué fácil resulta hacerlo cuando pasas de los que osan criticar tu inacción de Gobierno e hiperactividad en las soflamas independentistas.
Como ocurrió con el esquinazo de último momento de Torra a los empresarios de Foment del Treball, vestido de desplante a un choque de protocolo con el Gobierno en funciones. Si así fuera, ¿era necesario esperar hasta el último minuto para comunicarlo? No hace tantos años, Artur Mas hizo lo propio en el mismo foro --chocó en ese momento con el equipo de la entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría-- y dejó claras sus intenciones antes de que se iniciara el acto.
Además, las quejas del empresariado son de lo más normal del mundo si se tiene en cuenta que las protestas de las últimas semanas tienen como objetivo bloquear las infraestructuras y dañar a la economía. No sólo Josep Sánchez Llibre ha exigido a Torra que asuma un papel más institucional y defienda a Cataluña, donde se incluye la actividad del país. También lo han hecho empresarios tan poco dados a meterse en charcos políticos como son el presidente de Seat, Luca de Meo, y el de Caixabank, Jordi Gual. Pero, de nuevo, sin entrar a hacer ninguna valoración sobre la independencia. Sencillamente, reclaman la necesidad de poner fin al cese del bloqueo de carreteras.
Torra pasa, además, de las reclamaciones de las organizaciones del sector social y de atención a las personas que exigen al Govern que ponga fin a la infrafinanciación crónica que sufren. También de los destinatarios de la Renta Garantizada de la Ciudadanía, y de los farmacéuticos que deberán cobrar otro mes de las líneas de confirming de una entidad financiera.
Tampoco escucha a los sindicatos, que exigen que se pongan en marcha las nuevas medidas que se acordaron desarrollar en el Pacto Nacional por la Industria (PNI). Ni a los agentes sociales que exigen que la FP no se quede en un simple documento de buenas intenciones, con el fantasma del centro de automoción de Martorell que nadie quiere gestionar.
Cuestiones menores, todas ellas, cuando lo importante son los gestos medidos al milímetro en la eterna campaña electoral en la que estamos sumidos en Cataluña. El rey va desnudo y, en este caso, hace oídos sordos a los que le advierten de ello.