En las campañas electorales es habitual recurrir a estereotipos del estilo de quién está a la derecha de quién. Y esta en la que estamos no es una excepción. En Cataluña este tipo de debate está muy trabajado porque desde hace años la maquinaria de propaganda del nacionalismo trata de implantar en la conciencia de la gente ciertas identificaciones para favorecer sus objetivos.
Por ejemplo, se machaca hasta la saciedad que república como modelo de Estado es sinónimo de democracia y, en consecuencia, proclamarse republicano equivale a adquirir el marchamo de demócrata pata negra; también se la identifica con izquierda, provocando un silogismo parecido entre quienes enarbolan la tricolor. Es un falseamiento que persigue sembrar el mensaje de que España no es democrática y además es de derechas; franquista. Y, lógicamente, que independencia equivale a democracia y a izquierdas.
Todo el mundo sabe que hay monarquías, como la británica, la sueca o la española, que figuran en primera división de la liga del respeto de los derechos humanos y civiles. Como que hay repúblicas que han sido dictaduras, sin ir más lejos nuestra vecina Portugal, Chile o Argentina. Pero no importa, la estrategia consiste en machacar con estos mensajes al estilo gota malaya: la experiencia les debe haber demostrado su eficacia.
Otra de las ideas fuerza que se trata de implantar en los catalanes es la identificación de separatista con izquierdista, usando en parte el mecanismo anterior. Los señores Carles Puigdemont y Oriol Junqueras compiten ahora en izquierdismo, y ciertamente el heredero de Jordi Pujol parece que saca unos cuerpos de ventaja al presidente de ERC. Quienes los comparan son los partidarios de uno y otro que no desfallecen en su empeño de ampliar las bases de ambos por el lado de los votantes progresistas.
El incumplimiento de la ley, los continuos desafíos al Gobierno central y a la judicatura confieren a sus protagonistas una pátina rupturista, pero que nada tiene que ver con las ideas que definen a un líder en el esquema de izquierda y derecha. Aunque bajando al terreno de los datos, el modo de vida de los seguidores de ambos políticos parece aclarar un poco las cosas porque responde a gentes más conservadoras que progresistas.
Disponer de un seguro médico privado, por ejemplo, es un síntoma de cierto nivel de ingresos y de desconfianza en el sistema público de salud. Según el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat, el 32,5% de los catalanes tiene una de estas pólizas, un porcentaje que supera en más de 10 puntos la media española.
Pues bien, el 53,1% de los votantes de Junts per Catalunya (Puigdemont) paga esa cobertura sanitaria, mientras que en el caso de los de ERC el porcentaje es del 35%. (Pero, ojo, que en Catalunya en Comú Podem el mutualismo llega al 39,5%). ¿Querrá decir algo que los votantes de Ciudadanos confíen más en lo público (solo el 29%), y no digamos ya los del PP (23%)?
Ahorrar en un plan de pensiones privado también es otro indicador de la fe en el sistema público, que por definición es más propio de las izquierdas, siempre estatalistas. El 15,8% de los catalanes --16,4% de media en España-- ha suscrito uno de estos seguros, pero entre los seguidores de ERC el porcentaje sube al 26,4%. Y al 25,9% entre los antiguos convergentes. En este caso, vuelve a producirse la misma paradoja, dado que solo el 9,5% de los votantes populares son partícipes de esos fondos; y apenas un 14% los de Ciudadanos.
O sea, que si hubiera que calificar la orientación política de Puigdemont y Junqueras por cómo viven quienes les votan, habría que situarles en la derecha acomodada y bienestante. Otra cosa sería si tuviéramos que hacerlo en función de sus declaraciones, pero en realidad eso no sirve cuando se trata de gentes que ya han gobernado, como sucede con ellos. El problema está precisamente en que no les podemos juzgar por su gestión, por sus decisiones, porque en el tiempo que han estado al frente de la Generalitat se han limitado a las proclamas, el victimismo y el culto a la simbología. Además de saltarse la ley a la torera, claro.