Barcelona ha fallecido, descanse en paz. Su delicado estado de salud después del proceso soberanista y las múltiples complicaciones de las últimas semanas han sido determinantes, pero lo que ha resultado definitivo ha sido la violenta huelga de los taxis y la marcha anunciada de Uber y Cabify.
La Ciudad Condal ha sido asesinada por unos políticos incapaces de resolver un contencioso sobre el futuro de la movilidad. Son los mismos que la hirieron con anterioridad por su inutilidad para resolver las dolencias de seguridad ciudadana o de vivienda que la aquejaban. Han matado a la capital catalana y no se han dado ni cuenta.
Ni ciudad de los prodigios ni qué niño muerto. Esta ya no es la ciudad que proyecta a la cantante mestiza Rosalía, capaz de cantar en Sevilla con el Orfeó Català en la gala de los premios Goya del cine español una canción de Los Chunguitos. Barcelona es la ciudad de los gobernantes mediocres, resentidos e involucionistas. Personajes a los que el progreso les causa auténtica aversión porque, travestidos de progresistas, son los más conservadores de cuantos han gobernado en los últimos tiempos. En parte frenan la evolución de la urbe por ignorancia, pero también por temor a su propia inadaptación. Aspiran a generar un relato positivo de la ciudad, pero no dejan de convertir cada actuación que realizan en un emblema de disenso, antigüedad y caspa.
Los hijos de los obreros que impulsaron la urbe en los años 60 y 70 ya no viven en Barcelona. No pudieron acceder a la vivienda por la ausencia de políticas efectivas y por las sucesivas burbujas inmobiliarias, que les expulsaron. Barcelona es hoy una ciudad de clases medias acomodadas, de burguesitos nacionalistas que, o han heredado la vivienda, o se ganan tan bien la vida que pueden acceder a una compra o a un alquiler elevado. Cada barómetro de opinión que se conoce lo deja más claro. No tiene obreros, ni tan siquiera en los barrios tradicionales abundan los proletarios. Eso también ha matado a la ciudad. Es más, ha sido determinante en lo sociológico para su tránsito camino del mundo de las ciudades insignificantes, aquellas que nadie sabe muy bien qué hacen en el mapa. A Barcelona, los políticos la han convertido en un accidente geográfico del Mediterráneo, sin más. Y Ada Colau y su equipo de cazadores de reliquias políticas han condenado la capital catalana antes de asesinarla con alevosía a medias con los nacionalistas del procés.
Cuando dentro de unos días miles de congresistas aterricen en el aeropuerto de El Prat y, haciendo honor al evento al que asisten, conecten su teléfono inteligente para pedir un vehículo de transporte se darán cuenta de que han entrado no en la ciudad sino en la aldea catalana. Lo constatarán cuando comprueben que nadie les proveerá de ese servicio que funciona en todo el mundo y que coexiste con el tradicional taxi. Esa ciudad que antes podía ser la sede pionera de un acto sobre las comunicaciones móviles de vanguardia, hoy no puede más que intentar darles de comer a duras penas. Y ya veremos cuánto tardan los coletas y los nacionalistas en regular el precio de los menús.
Muerta. La Barcelona de Colau y de Torra está desgraciadamente, fallecida. Entre todos la mataron. Bien merece su réquiem. #PrayforBarcelona.