La Constitución representa el punto de unión de todos los españoles porque es un elemento común que, como ha recordado estos días uno de sus redactores, permite cualquier cosa, aunque siempre en el respeto del orden que representa la ley. Ese es su valor fundamental. El hecho de estar en desacuerdo con alguno de sus principios, o con su totalidad, no sitúa a nadie fuera de la ley.
Incluso quienes desde organizaciones políticas proclaman aspiraciones abiertamente contrarias al contenido de la Constitución están amparados por ella. Es lo que ocurre con ERC, que siempre ha defendido un cambio del sistema político, o Ciudadanos, que quiere abolir las ventajas del concierto vasco. También con los que proponen derrumbar el Estado de las autonomías.
En la época que vivimos --tan individualista pese al dudoso colectivismo de las redes sociales-- es difícil sentir orgullo de un bien colectivo, pero hay que reconocer que es lo mejor que tenemos y que, además, es inclusivo.
El franquismo justificaba la excepcionalidad de la dictadura en el mundo desarrollado y civilizado con la filosofía que resumía el eslogan fraguiano de Spain is different, cuando lo que pretendían los españoles era precisamente no ser distintos de los europeos, a los que envidiábamos porque vivían en democracia. En 1978 España se dotó de una Constitución que respondía a esa ansia de apertura y libertad. Que unía, que no separaba. Que se hacía contra las amenazas, no de rodillas.
El artículo 1 del título preliminar --o sea, lo principal, el anuncio y resumen de lo que venía después-- lo dejaba muy claro con un mensaje democrático, incluso progresista a ojos de entonces y también de hoy. “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
El independentismo catalán se empeña estos días de conmemoración de su 40 aniversario en ponerla en solfa, también desde la Generalitat, en un gesto de deslealtad inaudito teniendo en cuenta que las instituciones catalanas forman parte del Estado que define y ampara la propia Constitución. Su máximo responsable, Quim Torra, ha viajado a Eslovenia para hablar mal de ella y lo hace empleando dinero público, un gesto que dice más de su catadura que del separatismo que él ensucia.
Los objetivos de los ataques de este movimiento nacionalista han pasado por señalar al Gobierno anterior en pleno, por el presidente del Gobierno actual, su ministro de Exteriores, la justicia, la monarquía y, ahora, la Constitución. Sin embargo, los hechos no se compadecen con esa estrategia, pueril en tantas de sus manifestaciones, como la recaputxinada o la suspensión de los canapés en actos del Govern en solidaridad con los presos en huelga de hambre.
La ley de desconexión que aprobó el Parlament en septiembre de 2017, llamada de “Transitoriedad jurídica y fundacional de la república”, la Constitución de la Cataluña independiente en tanto no se redactara el texto definitivo, dedica los nueve artículos que componen su título primero a definir qué es Cataluña, quién es catalán y qué sanciones se impondrán a quienes intenten acreditar la nacionalidad catalana sin tener derecho a ella.
Sobran los comentarios sobre la comparación entre aquella vieja carta fundamental y esta otra, moderna, de los nuevos salvadores de la patria.