El pájaro que viajaba con un patinete por la Diagonal a 80 km/hora ha puesto sobre la mesa, quizá sin proponérselo, una cuestión que va a ser importante para la ciudad durante los próximos años.
Y no es porque el muchacho hubiera robado el vehículo o porque llevara de paquete a un menor; ni siquiera por la velocidad tan excesiva. Su imagen nos enfrenta a un futuro inquietante que se nos viene literalmente encima: la invasión de las aceras por artilugios mecánicos que han llegado para hacer más complicada la convivencia. Si creíamos que las bicicletas de nuestros sanos y ecologistas vecinos serían las únicas amenazas del caminante, estábamos muy equivocados.
Patinetes eléctricos de mil tipos diferentes, run-flats, las centenares de variantes del segway, hover-boards (esos que también llevan dos ruedas a los lados, pero sin manubrio); otros con una sola rueda, los monociclos; algunos equipados con altavoces conectados al móvil por bluetooth, y también luces de leds. Todo eso ha aterrizado de golpe en nuestras calles.
Barcelona trató de normalizar la marabunta ordenando que no circularan por las aceras, pero los conductores de estos aparatos hacen tanto caso como los ciclistas; y respetan el límite de velocidad --24 km/hora-- como el mozalbete de la Diagonal.
Ahora, el ayuntamiento intenta ordenar el negocio que se ha montado en torno a esos vehículos y a las motos, tras el nacimiento de empresas que alquilan por horas con un notable éxito. Es comprensible que el consistorio trate de controlar el fenómeno, incluso que quiera conseguir unos ingresos extras. Se entiende menos que su relación con estas iniciativas --oportunistas, sin duda-- destile el rancio tufillo antiempresarial de los comunes.
La aparición de estas empresas es normal y conveniente, supone riqueza para la ciudad, que está obligada a regularlas y, si es capaz, anticiparse. Ese es el reto, no ir a remolque ni empecinarse ante lo inevitable. Por otra parte, es lógico que triunfen, y no solo con los turistas. Casi el 50% de las motos de Barcelona tienen más de 10 años, como ocurre con casi el 60% de los coches, unos datos que permiten sospechar que el mercado de estos vehículos fáciles y de alquiler tan cómodo se va a ensanchar.
Sería mucho mejor para los habitantes de la ciudad que su ayuntamiento se concentrase en estudiar a fondo la nueva movilidad, una generación de vehículos eléctricos que también tienen en común algo muy peligroso: no hacen ruido. Para un barcelonés, acostumbrado a la bulla ambiental, constituyen un riesgo notable. Y, encima, van por la acera.