El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha desgranado en las últimas horas algunos de los detalles del nuevo plan económico que quiere impulsar junto a Podemos. “Ambicioso”, según algunos puntos de vista. Abordará grandes demandas empresariales como la reducción de los contratos y la racionalización de las ayudas a la creación de empleo. Un nuevo mapa laboral del país que también incluirá la polémica subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) hasta los 900 euros.
La revisión se ha incorporado en el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2019 y ha propiciado una urticaria entre ciertas instituciones públicas. El Banco de España ha sido el más agorero. Ha asegurado que subir de 773 a 900 euros la retribución mínima se llevaría por delante el 0,8% del empleo del país. Es decir, que propiciaría la desaparición de 156.000 empleos.
La visión del organismo dirigido por Pablo Hernández de Cos choca incluso con las previsiones de la Comisión Europea. Bruselas aseguró a principios de mes que el impacto se reduciría a 70.000 ocupaciones de nueva creación en dos ejercicios. Mientras que los analistas de Airef señalaron que la destrucción de puestos de trabajo sería de 40.000 en 2019 y otros 40.000 en los ejercicios venideros.
Apoyan la teoría de que si un empresario tiene que pagar 900 euros a los trabajadores que realizan las actividades menos cualificadas no podrán atender a toda su plantilla. Tendrán que impulsar reestructuraciones y cerrarán el grifo de la nueva ocupación. Es decir, España seguiría abonada al modelo low cost. El de los empleos precarios, con retribuciones que de 773 euros si se trabajan las ocho horas (en los contratos temporales no se llegaría ni a esta cifra) y con un consumo que refleja esta estructura.
Las propias grandes patronales del país aceptan que llegar a esta cifra económica no es ni siquiera un desiderátum de la izquierda más revolucionaria. Los líderes del empresariado reconocen que se trata de una medida de justicia social a la que se debe de llegar para dejar de sumir en la precariedad a la población. La misma que sostiene el crecimiento económico del país en un contexto en el que el comercio internacional va a menos con el consiguiente impacto en las exportaciones.
Sí critican que el Gobierno tenga más prisa que ellos en aplicar la revisión al alza. Ya que el acuerdo de concertación social dejaba un periodo de transitoriedad de dos años. Deberán hacer los mismos deberes que habían aceptado en 12 meses menos. Un defecto si se quiere de forma, pero no de fondo. Con un detalle que se debe tener en cuenta: la inmensa mayoría de los convenios sectoriales vigentes en este país ya se contemplan retribuciones iguales o superiores a esta cifra.
Otras voces, como la del Nobel de Economía Joseph Stiglitz, han defendido a capa y espada que no existe ninguna teoría que demuestre que subir el salario mínimo implique de forma inmediata una destrucción de la ocupación. Su visión es la contraria. Defiende que tiene un impacto “insignificante” o “positivo” sobre el empleo al desvincular el mercado de trabajo de la ley de la oferta y la demanda. Incluso defendió que en Seattle se subió en un 100%, en lugar del 22% español, y se consiguió el éxito. Y su perfil no es precisamente el de un teórico comunista.
El debate sobre el SMI en España se mantiene en el plano económico, pero también en el político. Es parte de la precampaña electoral en el que parece que se estamos inmersos en el país. Pero todas las aproximaciones pasan de puntillas por un extremo vital: en un país con un precio medio del alquiler a 1.200 euros (1.847 euros en Barcelona); con unos costes básicos de electricidad, agua y gas de 140 euros al mes; que la conexión básica a internet implica pagar 40 euros y que ir a comer dos personas a un restaurante medio cuesta otros 35, con 900 euros no se vive.
“No saldremos de la crisis hasta que no suban los salarios”, ha afirmado esta misma semana un líder patronal del país. Por el momento, parece que se opta por continuarla.