El debate se intensifica. Hay muchos cabos sueltos y nadie sabe pronosticar qué ocurrirá en los próximos meses en Cataluña. Las elecciones municipales están fijadas para el 26 de mayo, pero los comicios al Parlament de Cataluña o al Congreso de los Diputados podrían llegar antes. Cualquier operación para orientar una lista electoral, o un programa político debe tener en cuenta que todo se ha vuelto líquido, que todo es posible. El independentismo vive grandes contradicciones internas, y el Gobierno de Pedro Sánchez, que sabe que no puede alargar mucho más la legislatura --aunque quiera aprobar unos nuevos presupuestos-- ha adoptado la vía del diálogo y del acuerdo, con la línea roja que sigue siendo el referéndum de autodeterminación.
En esa tesitura, el PDeCAT es una pieza apetecible. La desea Carles Puigdemont, para que engrase su nuevo instrumento político, la Crida Nacional per la República, pero ha vuelto a despertar el interés de una burguesía que añora los viejos tiempos. ¿Qué pasará con los dirigentes y cuadros que se bajen del autobús independentista, que huyan de las vías unilaterales? ¿Son reciclables en formaciones que vuelvan a plantear la ambigüedad como máxima política? Y ahí aparecen los nuevos proyectos, el de Lliures, el de Units per Avançar, o el del propio PSC.
Esa es la lección que debería quedar clara desde que se inició el proceso soberanista. Señores y señoras del mundo económico catalán, sean conscientes de que Convergència ha muerto. Al margen del partido, de esas siglas concretas, lo que ha muerto es el sí, pero no; la voluntad de colaborar, pero también la de construir un estado propio; la de trabajar por un proyecto conjunto con el resto de españoles, pero, de reojo, intentar aprovechar la mejor ocasión para una ruptura. Y eso pasó cuando se planteó el proceso, justo cuando España estuvo a punto de sucumbir por la crisis económica. ¡Una auténtica delicadeza del nacionalismo pactista!
Ha muerto porque la otra parte contratante, los partidos y la sociedad española no podrá asumir más juegos. O se busca un proyecto compartido, con obligaciones y oportunidades para las dos partes, con compromisos de lealtad, o se utilizará el peso de la ley con todas las consecuencias.
Por eso, lo que se quiera construir, dentro de esa corriente amplia que ha sido el catalanismo, como alternativa al independentismo y a un proyecto de carácter recentralizador, no debería caer en una réplica de lo que fue Convergència, con dirigentes que abusaron del juego perpetuo.
Ocurrió en la fase de elaboración del Estatut. Esquerra Republicana quiso acordar un nuevo Estatut con el PSC, pero las palabras del entonces líder del partido, Josep Lluís Carod-Rovira, fueron elocuentes: se planteaba el nuevo texto como una estación de paso, como una parada técnica, hacia el destino final, que era la independencia. ¿Por qué no se plantó el PSC?
Si eso era lo que planteaba el nacionalismo desde el inicio de la transición, entonces el engaño ha sido colosal. Una vez comprobado, una vez mostrada esa deslealtad, no se debería caer de nuevo en el mismo error.
Pero uno de los grandes problemas de Cataluña no ha sido tanto ese nacionalismo camuflado, como un poder económico sin personalidad, sin capacidad para saber cuándo se debía plantar y cuándo debía decir bien claro a los políticos que amparaba que hasta aquí había llegado. Y eso ha ocurrido, sin duda, en los últimos años con Artur Mas, con quien se quiso probar suerte. Sólo el Círculo de Economía, presidido entonces por Josep Piqué y luego por Antón Costas, supo decir que no. Hubo indicaciones en privado, conversaciones más o menos taxativas. Pero eso no cuenta. Lo importante es decir en público lo que se piensa, y asumir las responsabilidades cuando toca.