Pongamos como escenario una reunión de comunidad de vecinos, o de las novísimas asociaciones de madres y padres de alumnos, o del club deportivo del que uno es socio, o de lo que sea, sirven todos. Si allí se producía una discusión un poco agria, un debate más tenso de lo habitual, siempre emergía alguna voz cabal, prudente, que recogía los argumentos de los que representaban la tesis y la antítesis del conflicto. Con una síntesis bien argumentada sacaba adelante el asunto de que se tratase con una transversalidad que dejaba a todos los intervinientes igual de satisfechos, o de insatisfechos, pero sin sensación de victoria o derrota en ninguno de los extremos.
En los años más recientes, la política española, y la catalana en particular, han secuestrado ese elemento moderador, entre otras razones por la ausencia del componente personal conductor, llamémosle liderazgo de quienes conseguían su aplicación. La polémica con los másteres, con los honores académicos, con los salarios y cobros de algunos políticos, con el uso para fines personales de los recursos públicos, esos y otros tantos elementos de reciente enfrentamiento no son sino una muestra de que la síntesis ha decidido tomar las de Villadiego a la par que dejaba a contrarios y favorables a cualquier causa enzarzados en soporíferas y estériles batallas.
Que en España haya algunos interesados en convocar unas elecciones generales urgentes que permitan recontar el verdadero estado de la situación (o contar el grado de perdón de los españoles a los errores de sus dirigentes) no debiera dar pábulo a tan cainitas luchas por el poder. Como se demostró un poco antes en Cataluña, las peloteras políticas desaforadas destrozan los espacios de consenso. La reconstrucción de esas geometrías huérfanas resulta virtualmente imposible en un estado de extremismo permanente, incluso de aquellos que se arrogan los símbolos de la moderación.
En este sentido me permito recomendar el editorial de The Economist que publica con motivo del 175 aniversario de la revista. Manifiesto por la regeneración del liberalismo es un texto que reflexiona con seriedad sobre el hecho de que las filosofías políticas no pueden seguir viviendo de las glorias históricas. Los editores del prestigioso semanario exigen una renovación profunda del liberalismo y reclaman un “liberalismo para el pueblo”, alejado de las élites biempensantes que han abandonado su hambre de reformas y se dedican, de manera fundamental, a preservar el statu quo (el extenso ensayo tiene una parte que desde Barcelona incrementa su valor: cómo los editores del The Economist visualizan el papel del Estado y abordan el tema de moda, cómo las reclamaciones identitarias, que son válidas para evitar la discriminación, fragmentan el interés común cuando chocan entre ellas).
Permanecer en las trincheras ideológicas es inmovilismo. Pero saltárselas con nuevas radicalidades o populismos varios es una variante falsaria de lo mismo.
En las críticas a los dirigentes que como Cifuentes, Montón, Sánchez o Casado han sido tiznados por la sospecha no ha existido una sola proposición para mejorar la universidad en su conjunto, por ejemplo. En los cánticos de los radicales independentistas no existe ningún modelo diferente de sociedad, en el sentido amplio de comunidad de intereses y experiencias, ni un mínimo atisbo de innovación política. Todo es tan previsible y casi replicable en la historia reciente que, como dicen los ensayistas de la revista británica, contiene un exceso de glorias pasadas y una preocupante inexistencia de proyectos futuros. No hay progreso, en definitiva.
En ese marasmo de desorientación colectiva es donde anidan y se engendran, a modo de gigantes semilleros, los peligros de la falta de liderazgos ideológicos y personales. Su fruto más conocido, la extrema derecha y la extrema izquierda radical, empiezan a campar por Europa con un riesgo cierto de extender una de las pocas novedades reales de estas dos primeras décadas del siglo XXI: la intransigencia colectiva.