El reportaje. Los argumentos. No hubo violencia. No pasó nada. Todo fue pacífico. Las manifestaciones son perfectamente legítimas, y son un derecho democrático. El documental 20-S, que emitió este jueves TV3, elaborado por el productor Jaume Roures, al frente de Mediapro, mostró a los Jordis, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart como unos dirigentes mediadores, que trataron de calmar a los manifestantes independentistas frente a la sede del departamento de Economía de la Generalitat. Lejos de buscar una presión frente a los cuerpos de seguridad, con el mensaje de que la población catalana no iba a ceder con el objeto de celebrar como fuera el referéndum del 1-O, los líderes de la ANC y Òmnium Cultural aparecieron como los únicos capaces de racionalizar la situación que se vivió el 20 de septiembre de 2017.
No se consideró que fueron ellos mismos y sus entidades las que, desde el primer momento, cuando se conoció que la Guardia Civil había entrado en el departamento para realizar un registro, tras la orden judicial, animaron a concentrarse frente al edificio de Economía. Se entendía que era una vulneración contra la autonomía de Cataluña, y así se verbalizó en el documental. Y ese es el problema que el independentismo no quiere ver, ni escuchar: esa presión excesiva, --sin argumentos suficientemente diáfanos y potentes-- les ha llevado a perder las supuestas razones o la legitimidad de su proyecto.
Ha sido como una pasión exacerbada por un deseo que estaba a punto de alcanzarse, como si no hubiera mañana, como si no se hubiera votado en un sistema democrático desde los últimos cuarenta años. “Volem votar”, se escuchaba, de forma obsesiva, en esa concentración, como si votar un referéndum de autodeterminación fuera algo que pasa cada día en todos los países del mundo, como algo natural por lo que se tiene derecho, sin atender a sus consecuencias, sin admitir, además, que en las distintas elecciones no había una mayoría de catalanes que lo pidiera. No. En ningún caso el porcentaje en votos ha pasado del 48%.
Han sido esos dirigentes independentistas, hombres como Jordi Sànchez, los que han insistido en esa línea, sin llegar a pensar que si no se alcanzaba se generaría una gran frustración en una buena parte de la sociedad catalana.
Ahora ese independentismo rechaza la política de la revancha, la idea de que el Gobierno español, sea del color que sea, hará pagar a los independentistas por esa afrenta, y que para ello se vulnerará lo que haga falta, con la supuesta manipulación del poder judicial.
Y tendrán razón si eso es así. No se puede actuar con odio ni con sentimiento de revancha. No se puede pedir una especie de entrega, de capitulación. Y en los juicios que lleguen se deberá comprobar todo con lupa. Y ya se verá las penas que, finalmente, se acaban sustanciando. Pero también es verdad que el independentismo en su conjunto debería reflexionar y quitarse ese chubasquero gigante, con el que se mantiene impermeable a todo, a las reflexiones de los propios jugadores de su equipo, como es el caso de la exconsejera Clara Ponsatí.
Se puede negociar, se puede ver qué ha fallado y qué no en el autogobierno de Cataluña, pero se debería admitir que la presión ha sido demasiado alta, que ha tenido unos costes terribles, para los suyos y para toda la sociedad catalana. Y se deberá comenzar a pensar que la propia idea de la autodeterminación no es propia de estos tiempos. Costará, es difícil decir ahora que uno se ha equivocado. Pero, ¿qué queda, insistir más, provocar acciones como las de Quim Torra en Washington frente a un impecable discurso del exministro Pedro Morenés? ¿Hasta cuándo? Porque, ¿qué quiere decir hoy independencia, e independencia para qué?
El problema es que los Jordis pretendían, después de animarles a que se concentraran, que a las doce de la noche, como Cenicienta, todos se fueran para casa. Y no se fueron.