Los partidarios de la Constitución en Cataluña hemos debido admitir con resignación que las dos organizaciones impulsadas desde el poder político soberanista para agitar a la sociedad civil (ANC y Òmnium) han tenido estelares actuaciones desde que se inauguró la fase de golpe al Estado promovida por ellos.
Algunas de sus iniciativas, como las manifestaciones, las cadenas humanas, los atavíos colectivos (aunque algunos fueran con reminiscencias del totalitarismo de otros tiempos) y hasta el uso de las nuevas tecnologías (web, redes sociales, etcétera), han sido, admitámoslo, para quitarse el sombrero. Si algo necesitaba ese movimiento era tanto el uso de las más recientes vías de comunicación disponible como proyectar una imagen de civismo que hiciera amable su rupturista movimiento tanto en el resto de España como ante la comunidad internacional.
Sin las enormes aportaciones de dinero público y privado que ambas entidades han recibido durante este tiempo es posible que la creatividad de sus dirigentes hubiera lucido bastante menos. De hecho, así era, por ejemplo, en el caso de Òmnium, que tras décadas de existencia no acaba de subir al Olimpo de la notoriedad hasta que Artur Mas emplea a su fallecida lideresa para sus finalidades agitadoras.
Hoy, que sus principales dirigentes estén recluidos en prisión tampoco contribuye a su salud general como organización, es obvio. Sólo falta ver cómo se ha producido el relevo en la Asamblea Nacional Catalana (ANC), que, de un dirigente en prisión (Jordi Sànchez), ha pasado a ser capitaneada por la droga más dura del dogma nacionalista, la mismísima Elisenda Paluzie. Sin tapujos, sin cortarse un pelo, pidiendo a gritos que Carlos Puigdemont sea investido, la Asamblea transita por la radicalidad sin concesiones.
No es de extrañar, en consecuencia, que la última ocurrencia de la ANC no sea otra que hacer un boicot empresarial selectivo. El asunto consiste en que se relacionarán las empresas de matriz española que, según el criterio del chiringuito de Sànchez y Paluzie, son insensibles a la secesión o la república, y se pedirá a los catalanes que de forma gregaria decidan dar cobertura a la campaña de boicot: que usen, utilicen, compren o den negocio a una lista alternativa de empresas que, esas sí, son intachables para la causa.
Ya hubo algún intento previo de señalar a los comercios que o no rotulaban o no atendían o no tenían el catalán como lengua principal mediante unos adhesivos creados a tal efecto. Fue tal el cabreo del sector comercial que no osaron proseguir con el invento en la medida que fue calificado como una acción similar al señalamiento judío en la Alemania nazi. La acción agitadora que persigue ahora la ANC no dista, en demasía, de lo que supone marginar, maltratar o buscar perjuicio a alguien por razón de su ideología. Llámenle mandato democrático, revelación en el huerto de los olivos o radicalismo democrático, pero es, en síntesis, una nueva acción totalitaria del independentismo.
Por fortuna, el foco ya no les alumbra con igual intensidad y el hartazgo va creciendo entre sus propias filas, que ven cómo algunos hiperventilados identitarios les usan como legión para favorecer sus intereses privados y en especial algunos privativos. Este intento de boicotear empresas supuestamente españolistas (la sede social no lo es todo, el capital también podría estudiarse en esa clasificación fabricada por la aldea tractoriana) no es más que una nueva demostración de los soberanistas de impotencia y fanatismo combinados.
El boicot a una empresa es, por norma general, un error. Lo he defendido siempre que me resulta posible y haciendo abstracción del malestar que me puedan suscitar algunas acciones corporativas de alguna compañía. Por pedir el freno al boicot del constitucionalismo contra Coca-Cola me granjeé unas buenas broncas entre la hiperventilación españolista, por más que fuera contrario y hubiera criticado que Sol Daurella, la dama de los refrescos mundial, participara en aquel organismo de propaganda exterior que crearon desde la Generalitat independentista.
Al evitar el producto, el servicio o el negocio con una empresa por razón ideológica se está infringiendo un daño tremendo a toda su comunidad de intereses. No me refiero, por supuesto, siquiera a los accionistas. Hablo de los trabajadores, sus familias, los proveedores, los clientes, los bancos...; en definitiva, hace daño a todo ese grupo de satélites que orbitan en torno a una compañía. Y, ellos, nos guste o no, resultan damnificados por estos locos e infantiles episodios de boicot.
Por si esas razones resultaran insuficientes, cuando alguien alienta un boicot siempre hay que hacerse una pregunta: ¿a quién beneficia esa acción que se sustenta en causar un perjuicio? Y en el polo opuesto de la pregunta acostumbra a existir siempre una respuesta. Véase que los supermercados Bon Preu Esclat (de los peleados hermanos Font) han cultivado el soberanismo mientras crecían en ventas a dos dígitos o la Caja de Ingenieros se aprovechaba del movimiento de depósitos contra la Caixa y el Banco Sabadell y hacía gala de no mover su sede social para incrementar los recursos de clientes. Son sólo dos ejemplos mínimos de cómo hacer negocio con la adhesión identitaria.
Que ni el propio independentismo esté cohesionado ante la campaña de la ANC es una buena señal. No todo está perdido y aún existe posibilidades de que la cordura, aunque sea a tiempo parcial, contamine la vida pública y social catalana.