Que un político falsifique su currículum es mucho más lamentable que grave. Es como un síntoma, no tanto porque se produzca, sino sobre todo por cómo lo ataja un país, por cómo responde.
El caso más emblemático del trilerismo español en ese campo es sin duda el de Luis Roldán, que llegó a ser director general de la Guardia Civil y que si no es porque le pescaron metiendo mano en la caja igual se hubiera convertido en ministro del Interior. Su biografía oficial le atribuía un par de licenciaturas y un máster tan falsos como un duro sevillano.
Después hemos conocido otros timos más próximos, como el de Carles Puigdemont, cuyos laudos académicos tuvo que corregir la Generalitat a prisa y corriendo, como ya había hecho con la vicepresidenta Joana Ortega.
El último caso de renombre ha sido el de Cristina Cifuentes, en Madrid. Y es que, como sucede con la energía, la picaresca española no se destruye, solo se transforma.
Debajo de la caspa de los currículums falsos transcurre la vida real, como el problema del acceso a la vivienda
Pero bajo la espuma de esa caspa en la que nos entretenemos día a día transcurre la vida real, siguen existiendo problemas como el de los jóvenes que se ven obligados a salir de sus ciudades expulsados por un mercado que funciona mal.
Los precios de la vivienda de compra subieron un 15% en Barcelona el año pasado y un 17% en Madrid, mientras que los alquileres se incrementaron en más de un 18%.
Estos datos dicen que estamos igual que antes de 2008, que no hemos aprendido nada de la crisis, que la construcción sigue siendo el pilar básico de la economía especulativa. Las mismas voces --o similares-- que entonces decían que no había boom inmobiliario aseguran ahora que no hay burbuja del alquiler. Prefieren no ver lo que está pasando sencillamente porque es un buen negocio para algunos, aunque resulte ruinoso para los intereses comunes.
El Gobierno español tuvo una buena oportunidad para intervenir en el mercado cuando tuvo que rescatar la banca, que en la práctica supuso nacionalizar el tocho con el que se habían indigestado cajas y bancos. En lugar de aprovechar la coyuntura para influir a través de un parque público potente, Mariano Rajoy prefirió lo fácil, seguir la corriente y limitarse a limpiar la cuenta de resultados de las entidades. Echó mano de los fondos buitres y facilitó el desarrollo de las socimis para que le hicieran el trabajo. Después, modificó la LAU y acortó la duración de los contratos de alquiler.
Y en cuanto la actividad ha retomado la velocidad crucero, los precios se han vuelto a disparar.
Este país necesita algunos consensos urgentes, y uno de ellos es el que tiene que ver con la política de vivienda. Aunque, probablemente, llegamos tarde.
Probablemente, llegamos tarde. Porque hasta Alemania, paradigma de estabilidad de precios inmobiliarios, es pasto ahora de los grandes fondos
Hubo un caso emblemático en Europa que fue Alemania, un territorio en el que el negocio inmobiliario estaba suficientemente controlado como para no despertar grandes codicias. Producto de esa mesura fue la estabilidad de precios y la ausencia de boom.
En los últimos años, sin embargo, las nuevas fórmulas del alquiler --la transformación del activo inmobiliario (el tocho) en un servicio a gestionar-- y la irrupción de la mal llamada economía colaborativa han abierto el apetito de los grandes grupos de inversión, que ya han situado a las ciudades alemanas más dinámicas como objetivo preferente.
Cuestiones de fondo como el futuro del Estado del bienestar y la calidad de la vida de los ciudadanos deberían de ser prioritarias en la actividad política española. Sin embargo, malgastamos el tiempo debatiendo sobre el máster tuneado del triste político de turno o, peor aún, no convocamos el Parlamento más que para discusiones estériles.