La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, dijo ayer que el procés está “kaput”, que está “agotado”. Es una de las primeras veces que la número dos del Ejecutivo español dice algo con acierto en los últimos meses refiriéndose al asunto catalán que nos ha llevado a la tensión política y judicial existente en España y a la convocatoria a la fuerza de unas elecciones autonómicas.
Corre el riesgo la vicepresidenta de pensar que, por el hecho de que lo que bautizamos como procés esté finiquitado, en Cataluña no persisten los problemas que dieron lugar a ese fenómeno e inherentes a una comunidad con unas fuerzas nacionalistas muy fuertes, un alto sentimiento identitario y una ausencia casi epidémica del Estado central, del compartido.
Las elecciones de 21D nos darán más argumentos para continuar con este razonamiento, pero en todo caso es casi inapelable admitir que, si el empate virtual entre los dos bloques sociales y políticos persiste, no será suficiente con lograr un tiempo de paz desalojando a los independentistas del Govern de la Generalitat. Eso, como se ha demostrado los últimos años, incluso aquellos en los que gobernó el tripartito de izquierdas, es apenas un parche para un reventón territorial que debería afrontarse en toda su plenitud, sin complejos, con firmeza, por supuesto, pero también con flexibilidad y amplitud de miras para evitar, entre otras derivadas, que ese independentismo que ha fracasado en sus objetivos inmediatos pueda rearmarse de manera rápida y prosiga, dentro de muy poco tiempo, en la búsqueda de los mismos objetivos.
El procés está kaput, pero el problema catalán dista de haber sido resuelto de manera eficaz, razonable y duradera
Cada vez que el nacionalismo da un paso al frente consigue mejorar sus marcas y deja el asunto inoculado en una mayor base social. Ése es el problema que ni está kaput ni puede olvidarse por parte de quienes, temporalmente, han tenido la responsabilidad de administrar políticamente la situación defendiendo la Constitución y la unidad española. España necesita un pacto de Estado de largo plazo (sea una reforma de la Constitución de 1978 o un sucedáneo) para garantizar a las generaciones venideras que el asunto de discrepancia territorial pueda subsumirse en un proyecto de gran entidad, supranacional, de corte europeo y, sobre todo, de modernidad, que uno está ya harto de por no ser nacionalista pasar por rancio, antiguo, además de facha y otros epítetos que se nos han dedicado en los últimos tiempos.
El procés está kaput, cierto. Pero Soraya debería saber que quizá ha hecho más por ello un político de izquierdas como Joan Coscubiela o una organización independiente como Societat Civil Catalana que el Gobierno de España, que se ha limitado a demostrar ineficacia tras ineficacia y a tensar más si cabe e innecesariamente las cuerdas de la comunidad catalana. Alegrémonos, pues, por la capitulación de los propósitos independentistas, pero seamos realistas a uno u otro lado del Ebro: el problema catalán dista de haber sido resuelto de manera eficaz, razonable y duradera. Y mientras persista, España tiene ahí su principal problema político.