¿Qué pasará? ¿Cómo crees que acabará todo esto? ¿Seguirá Puigdemont hasta el final? ¿Será capaz Rajoy de parar esta situación? ¿Qué pensáis los catalanes de lo que está pasando? Es sólo una muestra mínima de las preguntas que nos vemos obligados a responder, tanto en Barcelona como en Madrid, sobre la situación política catalana de los últimos tiempos. Preguntas en las que la mejor respuesta para no irritar a un interlocutor es contestar con un lacónico: “No sé, es todo muy difícil, ¿y tú cómo lo ves?”. Pelota al suelo.
Pero sí que hay algunas respuestas en las proximidades de la recta final del proceso independentista. El Centro de Estudios y Opinión (CEO), un organismo dedicado a la demoscopia y dependiente de la propia Administración autonómica catalana, ha presentado la conclusión de su último estudio y los resultados son clarificadores pese a toda la cocina que hayan incorporado los comisarios políticos que habitan en esa institución: sólo el 48% de los catalanes está a favor de que se celebre un referéndum unilateral de independencia.
Cuando el discurso de los nacionalistas de Junts pel Sí y la CUP, que obtuvieron también el 48% de los votos a candidaturas en las últimas elecciones, descansa en la supuesta supremacía democrática de depositar las urnas para que el pueblo se exprese, esos datos son demoledores. ¿Cómo justificar su democrática consulta si más de la mitad de la población no está siquiera alineada?
La nueva imagen que proyecta el territorio catalán allende fronteras es el de una comunidad hostil, empecinada en sus raíces, donde se prefieren las hojas al rábano, donde lo superficial y efímero pasa por delante de lo sustantivo y duradero
Hasta ahora existían argumentos legales para rechazar ese referéndum impuesto por una minoría parlamentaria. Sin embargo, los resultados que arroja la encuesta sociológica son más categóricos y concluyentes si cabe. No existe legitimación más que en la calenturrienta mente de algunos hiperventilados.
Un amigo periodista bromeaba con su director que “de aquello no se hablaba en los semáforos” para minimizar el interés de una información o de un tema que se le había sugerido. Pues usando su mismo símil me atrevo a decir que una de las consecuciones de los procesistas es que, en efecto, de la política catalana se habla ya mientras se espera a que cambie el color del semáforo, aunque quizá no en el sentido que a ellos les apetecería. El hartazgo mayúsculo, en uno y otro lado, es constante y la causa dejó de excitar como unos años atrás.
La Cataluña mayoritaria no respalda determinadas actitudes políticas que nos han llevado a deteriorar la imagen de marca del territorio, de las empresas, asociaciones, entidades civiles e, incluso, de las personas. Pagamos todos por unos pocos en la conformación de una identidad nueva, menos sardanista, emprendedora y turística que antaño. La nueva imagen que proyecta el territorio catalán allende fronteras es el de una comunidad hostil, empecinada en sus raíces, donde se prefieren las hojas al rábano, donde lo superficial y efímero pasa por delante de lo sustantivo y duradero. Un lugar en el que sus habitantes han enloquecido en buena parte por cuestiones más pegadas al corazón que a la razón y en el que la clásica distinción política entre clases sociales –ricos, pobres, explotadores, explotados, privilegiados y marginados– ha saltado por los aires. En los nuevos tiempos, los catalanes somos vistos como estos ciudadanos, todos ataviados con la camiseta amarilla, remedo posmoderno de la barretina, que salen a la calle cada 11 de septiembre, como siempre con tarjeta, a expresar una fe, un credo, jamás un hecho objetivo o racional.
Cuando primero Felipe González y más tarde José María Aznar entregaron las llaves del país al 'pujolismo' en aras de la gobernabilidad coyuntural hicieron un flaco favor a su propio y distinto proyecto político español
El final parcial de este estado de cosas se aproxima. Escribo parcial porque la solución final al clima de opinión generado en Cataluña por décadas de nacionalismo subyacente –acentuado en los últimos cinco años para aflorar los frutos de tiempos de educación y medios de comunicación dogmáticos– no se resolverá ni con una intervención de la autonomía ni con una negociación política de concesiones recíprocas. El problema está enquistado y su disolución debería ser el gran reto de la clase política española en general.
La renuncia de la España administrativa a Cataluña no es discutible, ha sido un hecho y ha constituido un gravísimo error. Cuando primero Felipe González y más tarde José María Aznar entregaron las llaves del país al pujolismo en aras de la gobernabilidad coyuntural hicieron un flaco favor a su propio y distinto proyecto político español. Existe quien dice que la única forma de regresar a un espacio de convivencia razonable pasa por volver el contador a cero, retirar todas las competencias y empezar de nuevo su traslado autonómico pero con condiciones distintas y mayores certezas de su ejercicio lógico y no sectario o partidario. Quizá sea maximizar la solución al problema, pero lo rigurosamente cierto es que otras vías como la no celebración del referéndum será apenas un parche a un reventón en la rueda del Estado de las autonomías y al modelo de distribución territorial del Estado español.
Las reflexiones vienen todas, pues, sobre cómo resolver de la forma más estructural y sostenible posible el contencioso nacionalista en las tierras de España. Es obvio que ni con nuevos mártires, ni con victorias incomodas para el perdedor puede lograrse un marco de convivencia política sostenible en la historia. Ese es el gran debate pendiente no sólo de los partidos políticos, sino de toda una sociedad en su conjunto. Cuando alguien pregunta sobre cuál es la mejor salida para los actuales acontecimientos vale la pena llevarle a la reflexión de por qué se han producido y cómo evitar su repetición futura. De lo pasado sólo podemos aprender, pero el futuro está por supuesto pendiente de edificar bajo nuestra capacidad y destreza política. La salida al actual enquistamiento entre un nacionalismo catalán radical y un gobierno del Estado con pequeños tics nacionalistas tan acomplejados como tacticistas bien lo merece. Ya no se trata sólo de Cataluña y sus hiperventilaciones identitarias, el modelo realmente en riesgo si resulta incapaz de resolver esta confrontación actual es el de la propia España.