Cuando la CUP despachó a Artur Mas a su jubilación anticipada de la política, sus sucesores formaron un nuevo Gobierno de la Generalitat en el que una de cuyas consejerías fue ocupada por Raül Romeva, el chico de Caldes de Montbui que hablaba idiomas y, en virtud de su experiencia anterior en la Eurocámara, explicaría al mundo el proyecto que ponían en marcha. Romeva, que procedía de ICV, encabezaba, como independiente, la lista de Junts pel Sí que concurrió a las últimas elecciones autonómicas. En vez de proponerlo como candidato a la presidencia de la institución catalana, su formación electoral decidió que ocuparía el área dedicada a las relaciones internacionales.
Tras un primer fiasco con el nombre de la consejería, Romeva le cambió la descripción y pensó, con la astucia que caracteriza a los líderes de su grupo, que eso sería suficiente para desplegar por el mundo una intensa campaña de proselitismo independentista. Sin embargo, ni la campaña ha tenido el mínimo éxito que sería deseable, ni por supuesto ha justificado el gasto que los catalanes hemos soportado por la promoción exterior del proceso soberanista. Fracaso absoluto, como se ocupó de recordar ayer la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría.
El Tribunal Constitucional ha acabado con la denominación de Asuntos Exteriores, que todavía figuraba en la nomenclatura de la consejería. El Alto Tribunal hace una lectura más formal que efectiva, pues recuerda que esas competencias son de propiedad exclusiva del Gobierno central y, en consecuencia, no pueden ser ejercidas con el carácter de relaciones internacionales que pretenden algunas comunidades autónomas, como es el caso de la catalana. Es obvio que la diplomacia internacional corresponde a los Estados, y que el concepto de acción exterior es tan ambiguo como peligroso. Quienes actúan con lealtad constitucional al Estado del que forman parte lo circunscriben a cuestiones culturales y lingüísticas, pero en el caso catalán, más allá del caso concreto de la propaganda soberanista, el uso económico ha sido siempre una constante.
Romeva y los suyos, con su arrogancia y astucia de postín, se cargan mucho más que la promoción internacional del proceso soberanista, también perjudicarán a la economía catalana
Un servidor ha tenido la oportunidad de viajar a algunos países del mundo con delegaciones de la Generalitat de Cataluña. Su principal motivación era acompañar a empresarios en sus procesos de internacionalización y, en muchos casos, tenían resultados efectivos para las compañías. La catalana, que lo ejercía a través de la red de oficinas de Acció, no era la única autonomía española que jugó a promover su economía de manera directa en el exterior ante la falta de apoyo de embajadas y consulados, en muchos casos organismos que vivían adormecidos y burocratizados sin capacidad efectiva de arrastrar negocio o relaciones comerciales interesantes.
Jordi Pujol lo vio en sus visitas por el mundo y creó una tupida red de oficinas que luego fueron bautizadas de manera popular como embajadas. No fue barato, pero resultó interesante el acompañamiento exterior a muchas empresas. Luego, por lo bajini, y con la deslealtad institucional habitual del nacionalismo, en esas agencias internacionales se podía hacer política o lo que fuera necesario (y aquí cabe la lectura romántico-nacionalista de la situación política catalana).
De alguna manera, Romeva y los suyos, con su arrogancia y astucia de postín, se cargan mucho más que la promoción internacional del proceso soberanista. También perjudicarán a la economía catalana, globalizada, pero siempre de manera insuficiente a la vista de su amplio y variado tejido productivo. El pulso independentista lanzado es otra vez más un problema para la sociedad civil y la ciudadanía catalana.
El Constitucional constreñirá la actuación exterior de Cataluña y de otras comunidades españolas que habían encontrado sistemas de refuerzo de la diplomacia económica central muy válidos para empresas con tamaños que no pueden ejercer su globalización de manera directa. El uso político de la competencia de acción exterior ha sido un error más del Ejecutivo nacionalista que nos ha tocado en suerte, la rotura de un juguete que por uso intensivo del consejero Romeva se perderá en una nueva demostración que formación intelectual no es sinónimo de competencia política. Algo que algunas nuevas generaciones de dirigentes, sean nacionalistas catalanes o el mismísimo Pablo Iglesias, no acaban de entender. Muy leídos están, pero al final demuestran que son tan engreídos como incapaces cuando bajan a la arena.