El proceso político que inspira la Generalitat llega a su fin. En unos meses, la denominada hoja de ruta soberanista está llamada a ser enterrada. En opinión de sus promotores, el final llegará porque Cataluña votará si quiere ser independiente (y piensan en que habrá referéndum y ganarán), otros más radicales lo justifican porque la clase política nacionalista declarará de forma unilateral la independencia.
En realidad, y sin tanta ampulosidad ideológica, el proceso se finiquita porque se ha quedado atascado. Quienes lo idearon como una fórmula inicial de negociación con la Administración General del Estado han acabado dándose cuenta de que ningún chantaje al Estado puede desarrollarse con éxito por más que se vista de operación democrática. En síntesis, sus autores y desarrolladores han fracasado de pleno.
Ahora, los promotores de la aventura soberanista se dan cuenta de que, si perseveran en su intención, el Gobierno de Mariano Rajoy cierra cualquier puerta al diálogo. Ni se negociará sobre financiación autonómica, infraestructuras o asuntos culturales. O se retira de la mesa la amenaza o no existe nada de lo que hablar, les han dicho una y otra vez.
Los catalanes pagaremos a escote todo el tiempo, energía y recursos que nuestra clase política ha destinado a un imposible
Por si la parte estratégica del asunto fuera insuficiente para hacerlo embarrancar, resulta que entre los propios emprendedores del asunto las divergencias operacionales han comenzado a ser visibles. Nadie quiere sentir la acción de la justicia sobre sus espaldas, ir a prisión o ser inhabilitado para cargo público. Algunos, lógicamente, porque aspiran a seguir en sus cargos; otros porque pretenden llegar. La lista de mártires de la causa mengua de manera clara entre sus primeras filas cada día que transcurre y sólo algunos incondicionales --más irracionales que sensatos-- están dispuestos a inmolarse por su pretensión independentista.
En pocas semanas o meses vamos a asistir a la implosión del procés. Su fracaso puede conllevar dimisiones, convocatoria de elecciones, lapidaciones periodísticas de algunos protagonistas, actos de la justicia para frenar determinadas decisiones y todo un reguero de novedades. La mayor de ellas, por la frustración que producirá, es quién y cómo comunicará a los catalanes seducidos por la independencia que todo seguirá igual y que nada cambiará de momento.
Se trata ahora de comprobar si habrá choque de trenes frontal o lateral para minimizar los daños, según explica un miembro del Gobierno. A estas alturas de la película, y vista la perseverancia de los nacionalistas, lo que nadie puede esperar es que lo que suceda sea leve, tranquilo y sin consecuencias. Dicho de otro modo, el siniestro se producirá y, que se sepa, ninguna aseguradora cubrirá los daños. Los catalanes pagaremos a escote todo el tiempo, energía y recursos que nuestra clase política ha destinado a un imposible. En un país normal, esos errores serían suficientes para tomar nota de cara al futuro.