Las últimas noticias y acontecimientos referidas al Banco Popular son algo más que preocupantes. Tras la crisis financiera española, la entidad que presidía Ángel Ron escapó de perfil a convertirse en una institución financiera sistémica, que en lenguaje de la calle significa que eludió ser una Bankia o caja de ahorros más como las que fueron intervenidas. Lo hizo gracias a pedir más capital a sus socios, pero no fue muy diligente con asuntos tan espinosos como la acumulación de activos inmobiliarios tóxicos, que otros bancos sí que sacaron de sus balances en una doble jugada: admitían el lastre acumulado y, tras contabilizar las pérdidas, se protegían para mantenerse en la tradicional actividad bancaria.
Pero el Popular no lo hizo bien. Dicho de otra forma, sus gestores no fueron tan ágiles como era de prever y la crisis se ha enquistado en un banco que décadas atrás era considerado el más rentable no sólo de España, sino de toda Europa.
Existieron acercamientos con Banco Sabadell, pero sus culturas, dijeron entonces los banqueros catalanes, eran muy distintas. Al Popular le hubiera convenido un matrimonio de conveniencia, pero el prurito y la vocación de sus dirigentes de ser los mandamases en cualquier hipotética operación corporativa acabó por espantar a Josep Oliu y a los suyos.
El Banco Popular se halla, en estos momentos, en una apurada situación cuya salida pasa irremediablemente por perder muchas de las plumas que ha querido conservar en estos últimos años
Lo peor es cuando se refugiaron en el capital mexicano de nuevos socios, que acabaron siendo autores del estoque final a Ron y a su equipo de gestores. Hoy, con los números en solfa, el Popular está en entredicho y cada noticia sobre su evolución hunde más su cotización bursátil. Esa caída constante es mala aliada para los que, comandados por Emilio Saracho, tienen la obligación de darle la vuelta a la situación.
El Banco Popular se halla, en estos momentos, en una apurada situación cuya salida pasa irremediablemente por perder muchas de las plumas que ha querido conservar en estos últimos años. Necesitaría muchos años para rehacerse de su popularidad y recuperar los índices de rentabilidad que le hicieron un auténtico caramelo en los años de los hermanos Valls Taberner y de Rafael Termes al frente de la nave. Y, claro, abandonar las decisiones basadas en la profunda influencia espiritual que aún se cernía sobre su cúpula y que se ha demostrado inservible en tiempos de globalidad y competencia feroz.