Tengo por costumbre enviar a un grupo de amigos algunas de las noticias de última hora que Crónica Global publica a través de una de las redes sociales. Así sucedió ayer con la resolución del juzgado de Palma que ha tratado del caso Nóos. Conocida la decisión de dejar en libertad a Iñaki Urdangarin y Diego Torres sin fianza, procedí como de costumbre. Curiosamente, aunque ya tuve una experiencia similar cuando la Infanta Cristina de Borbón quedó absuelta de penas mayores y sólo afectada por una multa, tras mi mensaje de ayer recibí un aluvión de comentarios que oscilaban entre la airada protesta por la decisión judicial y la crítica ácida al funcionamiento de la justicia con determinados estamentos del país, la monarquía en concreto.
Hay cabreo mayúsculo por ver cómo se ha resuelto el caso que implica a unos representantes de la Casa Real. A continuación se producen toda suerte de comentarios sobre el desprestigio de uno de los poderes capitales del Estado. De poco sirvió que ayer mismo tanto Miguel Blesa como Rodrigo Rato, presidente de Caja Madrid y de su sucesora Bankia, respectivamente, resultaran condenados por el uso reprobable de las tarjetas black que la entidad ofrecía a su consejo de administración como una gratificación económica paralela y libre de cargas e impuestos.
El garantista sistema legal español tiene esas cosas. Un buen abogado encargado de una complicada defensa puede obtener múltiples fórmulas para minimizar la condena de su cliente. Y eso sucede a pesar de que la opinión publicada (los medios) y la opinión pública (quienes los consultan) ya hayan emitido su propia sentencia. En el caso de la infanta y de su marido, la unanimidad era clara en ambos grupos sociales: son culpables de aprovechamiento del cargo y de la posición institucional que desempeñaban en el momento de los hechos.
El garantista sistema legal español tiene esas cosas. Un buen abogado encargado de una complicada defensa puede obtener múltiples fórmulas para minimizar la condena de su cliente
La justicia, sin embargo, se rige por otros parámetros menos pasionales y emotivos. Las pruebas son las pruebas y las suposiciones o los rumores no cuentan. Toda España ha condenado al clan familiar de los Pujol y, sin embargo, ninguno de ellos ha pisado ni un calabozo ni una prisión. A excepción hecha de Oriol Pujol y su lío con las ITV de Cataluña, lo más probable es que ningún miembro de la familia del expresidente catalán sea condenado por nada de lo que se conoce hasta la fecha.
Eso será así no sólo por contar con una eficaz defensa, sino porque ningún magistrado ha podido demostrar hasta la fecha que los delitos que se les atribuyen fueran cometidos como la prensa ha narrado o como algunos opositores políticos han criticado. De lo que se conoce y se ha probado, los Pujol sólo cometieron una más que reprobable irregularidad fiscal (esconder su dinero en otros países para evitar tributar por ellos en España). Cuando El Mundo publicó el pantallazo sobre los fondos, la familia regularizó con Hacienda y pagó sus impuestos a velocidad de vértigo para evitar ser denunciados por delito fiscal. Se han quedado sin una parte considerable de lo que escondieron, pero nadie ha probado (ni fallado) que fueran delincuentes.
La mayoría de la sociedad es reacia a comprender esos matices y sutilezas vinculadas al ejercicio de la ley. Por eso, cuando se conoce un nuevo caso de corte ético similar las quejas son mayúsculas. Cabe, no obstante, una observación al cabreo generalizado de los españoles con estos asuntos. Si has robado una gallina y te pillan, con pruebas o con irrefutables demostraciones, puedes acabar con tus huesos en la cárcel. Pero deberíamos entender, si mantenemos el símil, que muchos ladrones de gallinas tampoco acaban en prisión porque las pruebas son nada concluyentes y sus garantías ante la justicia prevalecen a las sospechas o a la opinión pública contaminada por el efecto gregario de los mass media.