No era para tratar sobre la caótica situación de los servicios de urgencias. Tampoco se iba a referir a los múltiples problemas que soportan los ciudadanos en situación de desempleo. Ni tan siquiera para hacer frente a las bolsas de pobreza. No, no iba a hablar de los problemas que cientos de miles de autónomos atraviesan para sacar adelante sus negocios, el marasmo administrativo para montar una empresa ni para anunciar que Cataluña iba a dejar de ser un territorio confiscatorio en lo tributario para sus contribuyentes. Carles Puigdemont hizo a primera hora de la mañana de ayer una declaración institucional de las que los gobernantes tienen reservadas para las grandes ocasiones con objeto de convertir a su antecesor al frente de la Generalitat, Artur Mas, en un héroe.
Debe reconocerse que en una de sus frases tenía razón. En concreto, cuando dijo: "Hoy muchos nos sentimos juzgados". Y así es. Multitud de catalanes, silenciosos, discretos, dedicados a sus trabajos, ocupaciones o preocupaciones se sintieron ayer juzgados por la actitud de unos pocos que han decidido hacer del secesionismo la única realidad política del país. Toda Cataluña está siendo juzgada, dentro y fuera, por el empeño de unos pocos en imponer sus ideas por la vía de los hechos, sin atender a los más elementales principios de la democracia o queriéndose inventar una propia para justificar su ridículo respeto a las normas y a las leyes que, sin embargo, sí que exigen para los demás cuando conviene.
Multitud de catalanes, silenciosos, discretos, dedicados a sus trabajos, ocupaciones o preocupaciones se sintieron ayer juzgados por la actitud de unos pocos que han decidido hacer del secesionismo la única realidad política del país
La Cataluña pacífica, esa menos cantarina y gritona, está siendo analizada porque sus gobernantes actuales mantienen la obstinación de llevar sus ansias políticas a extremos de exageración rayanos en el paroxismo. Seguro que muchos de los participantes en el 9N desconocían que sus gobernantes estaban cometiendo un delito porque ya se encargaron los autores de la movilización de extender por sus medios acólitos que todo era una fiesta de la democracia en la que participar era lo correcto desde una apariencia política y lo moderno desde una dimensión social. Procuraron dar normalidad cívica y legal a una irregularidad conocida, en la que la astucia se les fue de las manos.
Los tribunales decidirán si Artur Mas, Irene Rigau, Joana Ortega, y después Francesc Homs, cometieron presunta desobediencia, prevaricación y malversación de fondos públicos para impulsar un referéndum de broma que ni sirvió para nada ni convirtió al país en un territorio más democrático y cosmopolita. Sí que sirvió para reconocer que no tenían los apoyos necesarios e inmediatamente convocaron unas elecciones (27S) con la campaña electoral realizada. Y, con todo, no consiguieron el resultado esperado porque desde la izquierda les salió competencia seria y los propios empezaron a aflojarse.
Los jueces del TSJC y del Supremo decidirán sobre los autores de esa deslealtad, pero al conjunto de los catalanes nos juzgan desde todo el globo por habernos convertido en la comunidad más cainita, fracturada e insaciable del entorno europeo. No todos, claro está, pero si aquellos que nos gobiernan ahora y que residen en la trastienda de toda esta algarabía política. Que no tienen un interlocutor adecuado en Madrid con el que dar perfil a sus aspiraciones es obvio, pero que no están ya en sus mejores condiciones es una constatación que sólo ningunean los medios públicos de la Generalitat y su corte de satélites subvencionados. El independentismo declina y sus líderes están atrapados, por más que periodistas como Enric Juliana y Josep Ramoneda se empecinen en ganarse la vida haciéndonos creer lo contrario.