Cuando alguien lidera algo tiende a pensar que antes no hubo nada. Pasa en cualquier cargo público o privado, casi podría decirse que es humano. El nuevo presidente o consejero delegado de una empresa acostumbra a expresarse como si la organización no tuviera una historia previa. El político, con más erótica de poder todavía, aún es más olvidadizo con el pasado y piensa, como diría Gerard Piqué, que con él comenzó todo.
Un ejemplo: Carles Puigdemont se atiza con Xavier García Albiol en el Parlament de Cataluña a propósito de los costes de las llamadas estructuras de Estado (una especie de pseudo instituciones que acabarán desmontadas y por las que alguien acabará pagando). En un momento del rifirrafe, el presidente de la Generalitat le dice al dirigente del PP que el fraude fiscal es una cosa española, que con la independencia se reducirá a niveles inimaginables.
Que los indepes andan locos con su relato del nuevo mundo es tal obviedad que resulta cansino referirse, pero que pierdan la memoria es un fenómeno preocupante. Será, acaso, que las veleidades utópicas producen extraños monstruos en el cerebro.
El jefe del Ejecutivo catalán no se acuerda de Jordi Pujol y su familia, que acumulaban unos millones de euros no declarados a Hacienda. ¿Es eso fraude fiscal? Sí. ¿Es sólo un problema español? No. Cataluña cuenta con lo que se conocen como impuestos cedidos, el de patrimonio, sucesiones, actos jurídicos documentados… Y ahí su control es absoluto. ¿Controló Cataluña que su presidente de la Generalitat era un defraudador? ¿Luchó contra el fraude impositivo en los tributos que sí dependen de la administración autonómica? La propia confesión de Pujol muchos años después es la más clara respuesta a todos estos interrogantes.
Los Pujol, Godia, Torreblanca y Carulla, ¿son también responsabilidad de la Hacienda española? ¿Incluso cuando defrauden impuestos catalanes como el de patrimonio o sucesiones?
Que Puigdemont diga ahora que la culpa del fraude fiscal es una responsabilidad de España es, cuando menos, hilarante. Se queja el político de que los últimos peinados de Hacienda en Cataluña no han encontrado nada y que sólo han servido para asustar al personal. Habrá quien se lo crea, pero no será la familia de Liliana Godia y Manel Torreblanca, a quien Hacienda ha obligado a pactar con la Agencia Tributaria Catalana y la Fiscalía para evitar su ingreso en prisión por defraudadores. Son ricos, pero son catalanes y a quien defraudaban el impuesto del patrimonio, pese a tener una enorme y valiosísima colección de arte, era a sus conciudadanos.
Pasó algo similar con el hombre fuerte de un gran bufete catalán especializado en derecho fiscal. Hacienda --la española, sí-- le pilló haciendo eses con el carrito del helado y le obligó a una regularización que también tenía importancia para la Agencia Tributaria Catalana. ¿Y la familia de Artur Carulla, la que edita el diario independentista Ara? ¿También era culpa de España su propensión al fraude? ¿Y los deportistas catalanes que están pasando por los juzgados? El etcétera es tan largo y diverso que no merece la pena recordarlo más que como elemento ejemplificador.
La memoria es importante para edificar el futuro de personas y organizaciones, pero la desmemoria es una flagrante demostración de endogamia y egocentrismo, impropio de un presidente de una institución como el Gobierno catalán.