A determinadas edades, según qué comentarios causan escasos efectos en quienes los reciben, sobre todo en virtud de quiénes son los emisores. Admito que a mí me pasa eso. Es más, no soy el único: el colega radiofonista Jordi Basté me decía hace unos días que debemos ejercer una abstracción completa de lo que algunas redes sociales vierten bajo la impunidad y el anonimato como opiniones más emotivas que racionales. Comparto ese parecer.
Sin embargo, hay un subyacente que, por reiterado, conviene aclarar. A los catalanes que no comulgamos con determinados aspectos de la política gubernamental, absorta en su laberíntico proceso hacia la independencia, se nos excomulga del territorio al grito tribal de catalanofobia, de ser una especie de seres extraños cuya única aspiración es generar el máximo daño a la comunidad de la que formamos parte.
A los catalanes que no comulgamos con determinados aspectos de la política gubernamental, absorta en su laberíntico proceso hacia la independencia, se nos excomulga del territorio al grito tribal de catalanofobia
Es obvio que esos ataques, que este medio ya soporta con la máxima deportividad, proceden en su mayoría de posiciones maximalistas, sentimentales y con una mezcla peligrosa de inocente ignorancia, constituyen un grandísimo cortinón de humo político e ideológico cuya principal orientación es desacreditar al discrepante por el mero hecho de serlo, sin atender a argumentos o debatir ideas. La Cataluña rural que intenta llevar e imponer su visión conservadora y tradicional a la más urbana y cosmopolita en forma de nacionalismo 2.0 está muy bien para contar asistentes a la Diada, pero es un enorme lastre que impide el avance colectivo hacia objetivos razonables y plausibles.
La Cataluña pública vive así hoy en buena parte, por desgracia.
Sí que hay quien, en efecto, hace daño a los catalanes. Y conviene referirse a ellos. Algunos políticos ensimismados en posiciones de trinchera ideológica que se aferran al inmovilismo absoluto son los primeros que me permito citar. No son los responsables de la situación existente, al menos en su totalidad, pero ni su liderazgo ni su capacidad de negociación ha permitido evitarla. Los hay en Barcelona y en Madrid, la política es un viejo arte nacido para resolver problemas de convivencia.
Existen quienes, por su lado, alimentaron la bestia del independentismo como sustento de sus parcelas de poder en la administración y en la clerecía que los alienta, que jamás creyeron en el proyecto final y hoy se encuentran trabados. No saben cómo dar respuesta a un enquistamiento que puede finalizar a ritmo de esperpento o de choque de trenes, la forma eufemística de alejar el término violencia del lenguaje político.
Es imposible cuantificar cuánto daño hace a Cataluña y a los catalanes ese sustrato político de fisonomía clientelar y endogámica. Más fácil resulta, sin embargo, saber cuál es la magnitud del daño que algunas posturas han tenido en la comunidad. Reciente es el pago que los farmacéuticos han recibido de la Generalitat en el que, además de abonar los medicamentos suministrados a través del sistema público, la administración catalana se ha visto en la obligación de hacer frente a unos intereses de demora que una sentencia condenaba a pagar por los retrasos vividos. Ese importe es dinero público de todos los catalanes. Cuando alguien le diga que hace daño a este país por rechazar la independencia, convendría que les recordara este pasaje.
Es imposible cuantificar cuánto daño hace a Cataluña y a los catalanes ese sustrato político de fisonomía clientelar y endogámica
Hay más. En breve conoceremos una sentencia judicial que pondrá el punto y final definitivo al gran fiasco privatizador de los soberanistas de la Generalitat: ATLL, las aguas catalanas. Era el más grande, unos mil millones de euros, pero su coste puede elevarse en los tribunales. Y, claro, también lo pagaremos a escote.
La marcha caótica de la sanidad catalana, eso que el consejero Toni Comín ha pensado que es una huerta de tomates y lechugas particular, nos costará dinero a todos. El servicio no mejora, las listas de espera se incrementan, algunas poblaciones tienen déficits de atención por las últimas medidas adoptadas y la independencia puede tapar una lluvia fina, pero jamás guarecernos de un chaparrón con aparato eléctrico.
Tarradellas fue quien acuñó que en política lo único que es necesario evitar es hacer el ridículo. Y cabría añadirle, también el causar perjuicio a la comunidad.
Por eso, que nadie se equivoque: quienes de verdad hacen daño al espacio catalán de convivencia no somos quienes denunciamos determinadas situaciones, sino quienes las provocan y estimulan. I, això, benvolguts, no és pas catalanofòbia, sinó periodisme. Què ja és hora que ens anem entenent.