El término se lo tomo prestado al prestidigitador de las palabras Pablo Planas, el hombre que nos acerca cada día lo más sustantivo de la canallesca con un estilo tan inconfundible como agradecido para el lector crítico. Él lo usó por primera vez en este medio tan atinadamente que ahora no encuentro otra forma de describir lo que le pasa a la Ciudad Condal en los últimos tiempos.
Se ha cumplido un año desde que el ayuntamiento de la capital catalana está en manos de una alcaldesa que ha querido trasladar a sus vecinos la sensación de que con un lirio en la mano izquierda y unas rosas rojas en la derecha se podía gobernar. Barcelona está hoy en las portadas internacionales, pero no por su urbanismo diferencial, ni por su avanzada gastronomía, ni tan siquiera por su clima o sus enormes encantos turísticos. Lo que ha convertido a la ciudad en centro mundial de atención es una especie de guerrilla urbana que se produce entre grupos de okupas y las fuerzas de seguridad.
Entre quienes protestan hay concejales del ayuntamiento, que encima se quejan de agresiones de la policía
No es la primera vez que eso sucede, pero sí que inauguramos una nueva etapa: entre quienes protestan figuran concejales del propio consistorio y algunos de los gobernantes actuales mantienen una especie de comprensión inocente ante ese atentado contra la propiedad privada que significa y supone la ocupación de inmuebles. La Generalitat sólo puede estar junto a su policia, que es la encargada de velar por el orden y la seguridad. No valen actitudes tímidas ni medias tintas.
Ada Colau ha teatralizado mucho su gestión durante este tiempo, ella es una experta de la interpretación. Pero los sucesos de Gràcia no le aportarán ni un premio Max, ni un Goya, ni aún menos un Oscar. Quizá ella tampoco salga por la puerta grande con esta crisis, pero lo que resultará perjudicado seguro es la imagen de una ciudad que lleva años intentando cincelar ante el mundo una percepción de urbe tranquila, conciliadora, integradora del visitante, segura…
Las guerrillas de los okupas y la policía tienen un detonante en un banco que se ocupó en su día. Pero la razón de que vayan a más, de que se perpetúen como un espectáculo de película serie B inspirada en un escenario de la periferia parisina sí que tiene que ver con los postulados y actuaciones de los actuales y anteriores gobernantes del municipio y del gobierno autonómico. La única enseñanza de este embrollo es que el anterior alcalde, el convergente Xavier Trias, se rascó el bolsillo con fondos de los contribuyentes para eludir resolver el problema.
La Warcelona que se perfila como futuro no es una ciudad interesante, amable y cosmopolita. Es una mala versión de lo que la izquierda debería aportar a la gobernación, a la tolerancia y a los valores sociales. Tampoco extraña si miramos a las personas que se mueven detrás de los acontecimientos: el ya popular concejal de la CUP Josep Garganté, que nos obsequia con toda clase de esperpentos propios de tiempos superados y actúa de bombero-pirómano (encima se queja de haber sido golpeado por los efectivos antidisturbios); y el concejal que gobierna el barrio, Eloi Badia, el mismo que tiene una enorme empanada con la titularidad del agua y su gestión o se la cuelan desde Sant Adrià del Besòs con un crematorio que pone en duda la actividad pública de los cementerios municipales.
Por tanto, ¿qué esperamos, qué quieren? Hace un año que votamos y lo que ven es lo que hay. Dentro de poco volveremos a acudir a las urnas y volveremos a tropezar en pedruscos similares. Vivimos en una sociedad que se mueve más por tendencias coyunturales y golpes de efecto que por análisis y evaluaciones justas.