Jorge Luis Borges tiene atribuida una frase que resume a la perfección lo que ha sucedido en términos de opinión pública en Cataluña en los últimos tiempos: “Somos lo que somos por lo que leemos”. Nos cuesta aceptarlo como comunidad, porque para muchos es tanto como reconocer que somos incapaces de tener capacidad crítica, que cada uno de manera individual se atiborra sin cedazo de todos los contenidos que le llegan y que, en definitiva, somos tontos ante otros más listos. Y eso, en términos generales, escuece.
Pero lo cierto es que el nacionalismo catalán ha generado un relato que ha conseguido promulgar por los medios de comunicación públicos y con el que ha obtenido altas dosis de complicidad desde los medios privados a los que les iba bien recibir una ayudita económica para capear la transformación de la industria y el cambio de paradigma. No es nuevo eso, ni tan siquiera se lo inventó el pérfido Artur Mas, fue su padre político Jordi Pujol quien dio luz verde a esa lluvia fina que en la comunicación y la enseñanza filtró una narración que dibujaba una Cataluña única, diferente del resto de España, tan singular y megasuperchuli que todos queríamos defender y a la que pertenecer significaba estar en la cresta de la ola, como si del Barça triunfante se tratara.
Decirlo en determinados ámbitos es casi satánico. La autocrítica no parece ser un activo del periodismo catalán de los últimos años. Igual que durante una época todos los profesionales eran progresistas, hoy la mayoría son independentistas. La diferencia es que en los 70 y 80 se respetaba más la discrepancia que en la actualidad.
Hay que agradecer a Nacho Cardero, director de El Confidencial, que haya tenido el arrojo de venir a Barcelona y decirnos casi todo eso en nuestros morros. Esa valentía sólo se ejerce con fuerza desde más allá del Ebro. Incluso quienes somos críticos en estos lares con el status quo de la profesión y su tejido empresarial lo solemos ser con un pesada losa de temor.