El victimismo catalán no deja títere con cabeza, alcanza incluso a su propia épica romántica. La tendencia a la autoflagelación ha llevado a construir un relato durante años que señala que en la historia reciente no ha existido una tradición clara de banqueros catalanes. Se ponía como ejemplo a los vascos, donde sí que se reconocían las figuras de la aristocracia de Neguri, pero se daba por supuesto que en Barcelona ni existía iniciativa ni un sector financiero homologable.
Pero es incierto o inexacto. Si por banqueros entendemos a los propietarios de los bancos, catalanes que hayan ejercido ese papel existen unos pocos: desde los Valls Taberner en el Banco Popular a los Folch-Rusiñol en el Santander de los Botín, pasando por los Oliu y Coromines. También son banqueros catalanes los Lara, Sol Daurella y Andik, que forman hoy parte del Banco Sabadell de Oliu (otra cosa es a qué precio).
Lo que sucede es que ahora es imposible considerar banquero únicamente a quien posee acciones de una entidad, entre otras razones porque hay muchos fondos de inversión internacionales que forman parte del capital de una institución financiera en busca de rentabilidad pero que no son del negocio en absoluto.
A los grandes gestores, a aquellos que rigen esos monstruos como bancos y aseguradoras, aunque en puridad se les debe calificar como bancarios son en realidad la nueva clase social de la banca. Francisco González (BBVA), Ana Patricia Botín (Santander), Isidro Fainé (La Caixa) son los grandes banqueros del país. Con anterioridad ha habido otros nombres propios significados en ese espacio que gravita entre la propiedad y la gestión, desde Rafael Termes y Claudio Boada a José Ignacio Goirigolzarri, pasando por Josep Vilarasau, Jaume Guardiola, Juan María Nin, Pedro Toledo, Alfredo Sáenz…
Y, claro, como habrán podido ver hay unos pocos apellidos catalanes. Este medio avanzó ayer que Nin, uno de los mencionados, sigue esa estela triunfal desde Barcelona hasta París, donde se incorporará a Société Générale en calidad de consejero independiente. La suya ha sido una carrera profesional ascendente truncada en su cénit por un exceso de ambición o, más sencillo, por no evaluar los riesgos de promover una sucesión en La Caixa antes de tiempo. Tendrá un buen final en la banca francesa, pero Fainé, otro catalán, le cortó la cabeza y compró su silencio por dos años a un nada desdeñable precio de 15,1 millones de euros.
Si Nin hubiera sido un banquero catalán paciente, como antaño lo fueron otros, en muy poco tiempo habría logrado escalar hasta la presidencia de Caixabank. Es obvio que hay prisas e inquietudes que no son buenas consejeras. Las suyas, como ha resultado evidente.