El colapso de los transportes de Barcelona ayer por el incendio sufrido en una estación del Metro abandonada es una putada enorme para quienes sufrimos las consecuencias, pero es también un indicador del estado de cosas del país.
Nada más conocerse el incidente, desde el Govern de la Generalitat se inició la rocambolesca persecución del enemigo exterior. Se pedían responsabilidades al Ministerio de Fomento, Adif, la cabra de la legión y algunos más. Que se traspasara la gestión de Cercanías, aunque fuera de manera incompleta, no ha servido todavía para que la administración autonómica tome consciencia de que el transporte de sus ciudadanos debe importarle mucho más de lo que parece que le preocupa.
El presidente de Adif, el ente gestor de las vías y de los trenes que usamos los catalanes metropolitanos, Gonzalo Ferre, tampoco perdió el tiempo con cortesías: recordó al gobierno catalán que su empresa había denunciado el estado de inseguridad de la estación abandonada donde parece que comenzó el desaguisado. Dijo que la última ocasión en que denunció la situación fue en octubre pasado con escaso interés de la Generalitat y de los Mossos d’Esquadra. Lo de la estación refugio de la indigencia catalana, la pobreza en estado puro, es algo de lo que las administraciones más próximas debieran ocuparse, y aquí le toca al Ayuntamiento de Barcelona y a la Generalitat, en este orden, tomar cartas.
Pasó con el robo del cobre del AVE, vuelve a suceder ahora con el incendio… La situación política de desencuentro entre los gobiernos de Barcelona y de Madrid empieza a tener consecuencias prácticas, ciudadanas. Se extiende la sospecha de que el malestar que genera es deseado por ambos en una estrategia de cuanto peor, mejor; actuación que parece no tener límites por ninguna de las partes.
Es una lástima, un auténtico despropósito. No hay que ser matemático para saber contar: es un lujo tener dos administraciones enfrentadas cuando sólo hay una ciudadanía preocupada, afectada y un poco hasta la narices del asunto.