El dinero es temeroso. Por definición, inversión y cambio son contradictorios. Por más que avanzan los métodos de gestión de las empresas hay una máxima que ejerce de común denominador: la estabilidad. Los cambios no son buenos para evaluar un mercado, modifican los entornos competidores, acrecientan la incertidumbre y convierten a la empresa en un elemento conservador que aspira a mantener su posición y status como máxima funcional.

Justo de esa premisa nace la actuación de los hombres y mujeres del mundo de la economía. Se afanan todos ellos en la búsqueda de situaciones de máxima estabilidad en las que lo que se deja al azar del mercado resulte mínimo. Tanto da que se hable de productos, de rentabilidades, de entornos laborales, fiscales…

La política siempre se ha visto como un elemento de inestabilidad desde el mundo económico. Y, al revés, falsamente se ha instalado en la opinión pública que la empresa es un ente conservador por antonomasia. Sin embargo, no siempre es así: las compañías no son retrógradas en lo tecnológico, lo cultural o lo social, por ejemplo. Entre otras razones porque bien a menudo en algunos cambios nacen nuevas oportunidades de negocio. Son, en cambio, tendentes a preservar los marcos generales en los que operan para que la maximización del valor o el beneficio se prodigue sin elementos distorsionadores.

Buena parte del empresariado se mece en los brazos del nacionalismo inoculado por Jordi Pujol durante tres décadas

Al mundo económico catalán le coge a contrapié el debate político interno. Siempre fue algo más avanzado, europeísta y comprensivo que el de otros puntos de España. El emprendedor catalán gana dinero con las técnicas del capitalismo más liberal y no se sonroja por seguir llevando en la mochila planteamientos políticos progresistas. El caso de Jaume Roures es obvio, pero hay muchos más con esos orígenes en el pensamiento radical de la antigua izquierda. En todo caso, lo que fue hace años no es exactamente lo mismo que describe su morfología actual. Buena parte de sus representantes se han echado en brazos del discurso nacionalista que un hábil Jordi Pujol inoculó entre ellos hablando tres décadas justo de aquellas preocupaciones que al empresario más le inquietaban, como la internacionalización o la innovación.

Pujol jamás habló de dimensión empresarial. Él era de aquellos que hubiera preferido poseer un comercio en el paseo de Gràcia de Barcelona antes que el 2% de El Corte Inglés. Estaba implícito en su forma de administrar mayorías políticas. Antes, cuando tuvo un banco pensó en él para construir su pequeño país, jamás para convertirlo en un monstruo internacional de las finanzas. En su discurso nacional y nacionalista se contenía una idea de preservación patrimonial que hace muy extraña y ajena la vocación de crecimiento. Esa característica es hoy más propia de empresarios gallegos, por ejemplo, pero inusual entre catalanes y vascos, por citar algunas de las identidades nacionales españolas más singulares e históricas.

Los empresarios catalanes son refractarios a las alianzas, a la suma. Salvo honrosas excepciones, la empresa familiar del país es un ejemplo claro de cómo se transmite entre generaciones un negocio que en muchos casos crece de manera orgánica pero que difícilmente es capaz de liderar sectores o subsectores del país. Los ejemplos son claros en el ámbito farmacéutico, alimentario, metalúrgico…

La atomización empresarial catalana se ha presentado como una riqueza, un canto a la pluralidad, pero es también un síntoma de cainismo y retranca nacionalista

Si miramos cómo se organizan los hombres de empresa del país en términos de representación también hallamos esa misma mirada encogida. La atomización de asociaciones empresariales, organizaciones patronales, gremios, grupos de presión, etcétera, ha sido presentada en positivo como una riqueza, una especie de canto a la pluralidad entre gran empresa y pymes. Lo cierto es que esa molecular actuación esconde tras de sí un cierto canto al egoísmo y una retranca cainita y nacionalista (en tanto que endogámica) que dificulta la acumulación de fuerzas en sus propios cometidos. Foment y Pimec, por ejemplo, acumulan ya varios fracasos en sus intentos de integración, o fusión, que subrayan esta idea.

Josep Vilarasau pasó de Jordi Pujol. Sencillamente, no le caía bien. Construyó La Caixa en los años 70 mirando a España y a las grandes empresas de utilidades. Fue una excepción de mirada grandilocuente y una superación del aldeanismo imperante en el país tras la recuperación de la democracia y las instituciones de autogobierno. Tenía sus cosas el banquero, pero esa condición es innegable.

A las familias Ferrer, Sala y Bonet, propietarios de Freixenet, tampoco les caía bien el ex presidente. Desconozco si alguna vez él o sus recaudadores les pidieron dinero para la causa, pero ellos salieron al extranjero e hicieron de lo catalán un producto universal.

Al empresariado inquieto en general le interesa España. Le gusta su mercado, se siente a gusto con el contexto territorial y el orden existente y, por último, puede liderarlo sin complejos. Y se da la paradoja que Carlos Ferrer Salat se inventó la CEOE que ahora preside otro paisano, Juan Rosell. Las cajas de ahorros (y en parte la gran banca) también están en manos de otro catalán, Isidro Fainé, presidente de La Caixa y vicepresidente de Telefónica, entre otras ocupaciones. Un descendiente de los fundadores de Freixenet (Josep Lluís Bonet) maneja los hilos de la neonata Cámara de Comercio de España. Hay más ejemplos en el sector turístico y en otras ramas de actividad de fundamental importancia en el tejido productivo.

Los empresarios de más éxito en sus respectivos sectores acostumbran a ser los más contrarios a una eventual independencia, y tanto da que se llamen Josep Oliu (Banc Sabadell), Jorge Gallardo (Almirall), Jorge Miarnau (Comsa-Emte), Lara (Planeta), Isac Andik (Mango)… todos ellos ven las elecciones del 27S con enorme temor.

Romper la predecibilidad del mercado atemoriza a los grandes líderes empresariales

Les inquieta que pueda cambiar el contexto político y se pronuncian sobre el particular con firmeza en privado y con una prudencia temerosa en público. Tienen clientes aquí y allá, han sufrido o han oído hablar de eventuales boicots, de pérdidas de cuota de mercado, de diferencias insalvables en lo sentimental… En síntesis, de cuestiones que juegan contra la predecibilidad de los mercados, que matan cualquier estabilidad en la operativa económica.

En las próximas horas habrá nuevos pronunciamientos en contra de que Artur Mas y Oriol Junqueras puedan salirse con la suya y obtengan un resultado electoral que pusiera en marcha una iniciativa de incierto desenlace. Se abogará de nuevo por el pacto (el trato, en términos empresariales), por el diálogo (la negociación en una empresa) y la estabilidad (llamémosle cumplimiento de contratos).

Lo que nos digan (si hacen un análisis semiótico) verán que incorpora no sólo una preocupación sino un miedo terrorífico a los acontecimientos. El empresariado no quiere fuegos de artificio. No sólo, como responden los partidarios de la independencia, por defender actitudes oligárquicas, monopolísticas o conservadoras, sino porque saben que el miedo empequeñece a los seres humanos y, en consecuencia, también a las empresas, su actividad y la comunidad de intereses que la rodea. Miedo a qué pasará con cientos de miles de empleos y millones de euros de ventas que pueden verse afectados por giros políticos radicales.

Decía Napoleón a sus correligionarios políticos “sobre todo no tengáis miedo del pueblo, ¡es más conservador que vosotros!”. Quizá esa máxima del emperador francés no sirva aplicada al caso catalán, salvo para estimular la reflexión en esta recta final y evitar que esas actitudes conservadoras del nacionalismo unido en torno a Mas y Junqueras lleven justamente a una victoria de quienes ponen el sentimiento por encima de la razón. No dirán otra cosa los empresarios de relieve del país en las próximas horas. El resto, los emprendedores del independentismo, seguirán limpiando los escaparates de sus tiendecitas en paseo de Gràcia.