Pujol puso a dedo a Mas, que puso a dedo a Puigdemont, que puso a dedo a Torra. Todos eligieron a sucesores de bajo perfil que creían fácilmente controlables. Pujol quería prepararle el terreno a su hijo, Mas quería mantener la puerta abierta, Puigdemont quiere gobernar desde Waterloo. ¿Y Torra?

Acudo a un departamento de la Generalitat para una gestión. Lazos amarillos en cada rincón, pancartas pidiendo la libertad de los "presos políticos" y todo el kit completo de consignas y elementos ornamentales obligatorio en el mundo indepe. Ya sea en la Generalitat, un ayuntamiento, una biblioteca, un instituto, un centro cívico o simplemente la plaza principal de cualquiera de los pueblos o ciudades gobernadas por ellos, el mensaje para los no creyentes es inequívoco: aquello les pertenece, o comulgas con ellos o no eres bienvenido, forastero.

Llego pues al despacho de mi interlocutor, donde se repite indefectiblemente toda la parafernalia visual de rigor, pero con un detalle significativo: en la pared cuelga el retrato oficial de... Carles Puigdemont. “¿Y el de Martin Luther Torra? pienso para mis adentros.

Intento entender el razonamiento lógico detrás de esa foto colgada: para una parte de la cosmogonía independentista vivimos en una república declarada en base al "mandato popular" surgido del referéndum del 1 de octubre, aquel sin colegios ni papeletas electorales oficiales y en el que todos podían votar cuantas veces quisieran si no recibían demasiados porrazos, claro está.

No me había enterado, pero vivo en una república mandada por Puigdemont, despistado estoy. Todo lo que sucedió después, el 155, las elecciones autonómicas del 21 D a las que concurrieron todos incluida la CUP, faltaría más, la constitución del Parlament, la promulgación del nuevo Govern... todo eso, según los independentistas era fake, para pasar el rato vaya.

Desde la conversión de Mas al independentismo con la finalidad evidente de tapar recortes, corrupciones y desmembrar la izquierda, desde que decidieron poner las instituciones públicas, los periodistas, historiadores y maestros a trabajar para la causa aún partiendo la sociedad en dos mitades, el independentismo perdió el que había sido uno de los pilares del catalanismo transversal: el principio de unidad. Asimismo, desde la confesión de lo que era un secreto a voces tapado por décadas de omertá a la catalana, los delitos fiscales de Pujol, el catalanismo unificador perdió su gran mito cultural: el del oasis puro e inmaculado.

Y desde que prometieron la república en 18 meses, la independencia como remedio catártico a todos los males, compararon España con Turquía, a si mismos con afroamericanos que luchaban por "romper las cadenas de la esclavitud", desde que abrazaron la unilateralidad absoluta con los atropellos democráticos del 6 y 7 de septiembre del 2017, se perdió lo que ninguna fuerza política que aspire a gobernar puede perder jamás: el principio de realidad.

Poner la autodeterminación como condición sine qua non sobre la mesa equivale a cortocircuitar de entrada cualquier posibilidad de pacto y a alimentar por ende las fuerzas del nacionalismo españolista antagónico, el escenario soñado por los más hiperventilados, Torra entre ellos.

Pero claro, cuando se vive inmerso en esta distorsión constante de la realidad, cuando se gobierna desde hace años a toque de ocurrencia, de eslogan emocional, de soflama identitaria, de alimentar falsas esperanzas y calentar permanentemente los ánimos pues se llega donde estamos ahora.

El descontrol mostrado por el Govern de un Torra incapaz hasta de colgar su retrato oficial hace que ya nadie acierte a saber quién manda aquí y ya ni tan siquiera para qué sirve el Parlament, si lleva meses cerrado.

Los acontecimientos de esta última semana, un intento a la desesperada por resguardarse debajo del mito protector del del 1-O para intentar preservar algún atisbo de unidad en un mundo indepe desnortado y a punto de guerra interna, no hace sino confirmar esta sensación desoladora. Que el avatar de president renuncie a apoyar el corredor mediterraneo para hacer agitprop, que en un mismo día jalee a los CDR y a los Mossos que se están enfrentando en las calles y además lance un ultimátum al Gobierno central que se come con patatas, es la clara demostración de que Torra no parece capaz de distinguir entre sus obligaciones institucionales y su alma de cheerleader del independentismo.

Por no poder no puede ni construir ni el más mínimo consenso entre los suyos: el procés es ahora mismo un autobús desbocado sin frenos ni conductor, igual que el país, desgraciadamente. De tanto poner a dedo a líderes mediocres se acaba en la mediocridad política absoluta.