La elevada capacidad de contagio del Covid –19 ha provocado que las medidas más efectivas para evitar su transmisión sean la disminución de la actividad económica y la restricción de los movimientos de la población. Hasta el momento, es lo que ha sucedido en China e Italia y muy probablemente será lo que pronto pase en otros países europeos.

Indudablemente, ambas decisiones comportan una disminución del PIB proveniente del lado de la oferta. Es la consecuencia de la paralización de fábricas, el cierre de oficinas, la disminución del transporte de productos básicos, intermedios y acabados, así como de la reducción de los desplazamientos por motivos laborales.

A diferencia de otras ocasiones, tal y como sucedió en las crisis de primeros y finales de los 70, la caída de la oferta es puntual. Por tanto, una vez desaparezcan los problemas sanitarios que han obligado a generar su contracción, el nivel de producción anterior puede volver a lograrse en un escaso período de tiempo.

Por tanto, las medidas clásicas de oferta, cuyo objetivo es la disminución de los salarios para aumentar o recuperar la competitividad perdida, no constituyen una solución adecuada. A pesar de ello, es bastante probable que las patronales pidan la continuidad de la reforma laboral del PP. Su pretensión sería lograr una mayor contención de los costes laborales de las empresas que permitiera una recuperación más rápida de su nivel previo de beneficios.

Una vez desaparezca o disminuya notoriamente la capacidad de contagio del nuevo coronavirus, las decisiones de las autoridades económicas deben tener como principal finalidad restablecer la actividad normal de las compañías en el menor tiempo posible. Para que así suceda, éstas necesitan que se cumplan tres condiciones: poseer la suficiente liquidez, disponer de un solvencia similar a la que tenían y una análoga demanda de sus productos o servicios. Para asegurar la primera, deberían disponer de una capacidad de endeudamiento gratuito equivalente a una proporción de sus ingresos anuales. El porcentaje elegido vendría determinado por el período de tiempo en el que la empresa ha reducido o paralizado su producción.

La financiación provendría de la banca. No obstante, ésta no perdería dinero con la concesión de los créditos, sino que lo ganaría. El motivo sería la realización por parte del BCE de una gran subasta de liquidez (técnicamente préstamos LTRO). A través de ella, las entidades obtendrían la totalidad del capital solicitado por las empresas a un tipo de interés negativo. Éste equivaldría al de facilidad marginal de depósito, que descendería del -0,5% al -0,7%.  Durante el tiempo que la empresa haya dejado de operar, la Administración sufragaría las cuotas a la Seguridad Social de sus empleados. Además, pagaría el 50% de los salarios de sus trabajadores. La mitad restante la obtendría la compañía mediante la desgravación de su importe en el impuesto de sociedades durante los próximos cinco años.

Para impedir que desaparecieran aquéllas que ya tenían algunos problemas de supervivencia, la Administración les ofrecería una subvención a fondo perdido, siempre y cuando acreditaran la imposibilidad de continuar en la nueva coyuntura. También facilitaría a los autónomos unos ingresos equivalentes a los que hubieran conseguido, si hubieran podido realizar su actividad habitual. En otras palabras, una prestación por desempleo forzoso.

Para conseguir que las empresas dispongan de una demanda similar a la que existía antes de la propagación del Covid-19, la Administración debería aumentar notablemente su gasto. Además de las anteriores partidas, el incremento sería conveniente que tuviera un múltiple destino.

Por un lado, debería ir dirigido a aumentar el gasto social y preferentemente a financiar la sanidad y la asistencia a domicilio. Por el otro, a mejorar la competitividad futura el país. Por ejemplo, a la construcción y modernización de infraestructuras, a la digitalización de la economía y a fomentar el uso de la inteligencia artificial en numerosas empresas.

No obstante, el gasto público volvería a sus cifras anteriores, cuando el realizado por el sector privado regresara al nivel previo a la crisis sanitaria. En la actualidad, el de este último es inferior al normal por el miedo generado a lo desconocido. En concreto, a las posibles repercusiones sobre la salud del Covid –19.

La ralentización de la demanda de las familias no ha afectado significativamente a la compra de bienes de consumo diario, pero si a los duraderos (vivienda, electrodomésticos, muebles, etc.) y a los relacionados con el ocio. Un ejemplo de ello es la disminución de los viajes por turismo y el menor gasto en actividades recreativas. La de las empresas ha provocado una disminución de su inversión y, si perdura, pone en riesgo su competitividad futura.

En definitiva, si finalmente la actividad económica se paraliza en numerosos países europeos, el nuevo coronavirus generará un problema de oferta que deberá ser tratado con medidas típicas de impulso de demanda. Sin duda, una excepción a la regla.

El objetivo sería evitar que una reducción inicial de la producción comporte una importante disminución del gasto de familias y empresas. Si así sucediera, un problema puntual daría lugar a una recesión y, si se extendiera en el tiempo, a una nueva crisis.

El principal papel lo debería adoptar la política fiscal, siendo el de la monetaria secundario. Indudablemente, el nivel de déficit y deuda pública de los distintos países aumentaría. No obstante, si el BCE es su adquirente, éste tendría la opción de quemar las letras y bonos adquiridos. Si así fuera, el coste para las Administraciones Públicas de las medidas de estímulo económico sería nulo.