La vida es una mesa de bacarrá en la que jugamos siempre la misma partida con Puigdemont de crupier; apostamos, perdemos y apechugamos porque en el bacarrá modelo chemin de fer, si haces de banco, palmas. La mano se repite infinitas veces del mismo modo; y, cuando dejamos de jugar, soñamos en la última partida, como en aquella parábola de Borges en la que el recuerdo minuto a minuto del día anterior desata una repetición que te atrapa. Hemos caído en un bucle de la historia. Es una condena: cada día se nos anuncia un nuevo plan D para sortear al Constitucional. Pero JxCat tiene ya más planes D que diputados. Estamos bajo el juego perverso al que nos someten gentes investidas de una dignidad muy superior a sus méritos.

Pero ahí no acaba todo. A los disidentes en el Parlament (Cs, PSC, Comuns y PP) se les exigirá muy pronto garantías de “limpieza cultural”, como hacía Alex Salmond en Escocia, cuando a los altos cargos les hacía recitar un fragmento de Edwin Morgan, el gran poeta nacional. “Así se veía el grado de implicación en los asuntos del país”, recordó Carod-Rovira en un debate televisivo, apuntando además que, en el Parlament, hay diputados que no pasarían el examen porque hablan un catalán grotesco. Pues te diré que, con semejante argumento en contra de la diversidad fonética, la limpieza será más bien étnica que cultural. En fin, adiós al catalán lelé de Carlos Carrizosa, al seseo cosmopolita de la jerezana Arrimadas y al deje bronco de Albiol. A los que quieran pasar el corte, superando la muerte súbita de los dialectos, les aconsejo recitar Les tombes flamejants, de Ventura Gassol; ah, también viste mucho la Oda a la patria, de Bonaventura Aribau, con señorita cursi acompañando al piano.

Lo que más llama la atención de la deriva indepe es que, cuanto más le exige su escena política, más aislada está

Lo que más llama la atención de la deriva indepe es que, cuanto más le exige su escena política, más aislada está. La vida de los ciudadanos transcurre marcada por la intermitencia; entre momento y momento, entre movilización y movilización, disminuye la participación. Hoy gana la transparencia, no la apuesta de futuro. Pero la Republica catalana es precisamente lo contrario: opaca y utópica.

Cuando el consenso disminuye, aumenta la radicalidad. Este teorema se cumple especialmente con creces: las llamadas de la ANC pierden fuelle, mientras el protagonismo pasa a manos de los CDR, como se está viendo en la Universidad Autónoma, tomada por el clima de república o nada y también en los ataques escatológicos a sedes constitucionalistas. En la UAB, la misma universidad ha caído en la trampa llegando a acorralar a los grupos de estudiantes contrarios al independentismo. Concretamente en Bellaterra, Sociedad Civil Catalana ha sido clausurada como entidad vinculada al campus.

Desde los orígenes del procés, la obsesión soberanista ha sido forjar instituciones civiles capaces de ser depositarias de los valores que se quieren imponer. La historia reciente de Òmnium es precisamente esto, pero no conviene olvidar los orígenes y el espíritu fundacional de esta institución que no fue construida en torno a la política sino con el objetivo de evitar el abuso de poder en una etapa de persecución del catalán como lengua. Ahora, tras ser exprimidas por los dirigentes políticos, que las han instrumentalizado, la instituciones civiles empiezan a mostrar eso que los expertos llaman la distancia antipolítica. El movimiento ha embarrancado y sus bases buscan salirse del naufragio a base de vindicaciones que se orientan por el estilo de vida o en planteamientos ético-estéticos. Los movimientos sociales se han vuelto tautológicos, se repiten, se explican a sí mismos: no persiguen construcciones permanentes sino espacios de confrontación. Y, en este punto, es donde el procés ha perdido la batalla. Su dirigismo está destinado al fracaso.

Estamos en la centuria que certificará la hecatombe de los nacionalismos, después de haber asistido a su despertar violento y frágil, al mismo tiempo

Sus altos cuadros, los Artur Mas, Puigdemont, Junqueras o Jordí Sànchez, no han entendido que lo político tiene hoy un carácter episódico. Ellos, sin embargo, creyéndose carbonarios de la revolución italiana, se presentan como la alternativa ante la monarquía caduca. Caen en la fatalidad: reivindican el Estado-nación, un ideal cuyo fermento ha periclitado. También pretenden haber roto el consenso monárquico y haber puesto otro ideal en su lugar, como hicieron las fuerzas democráticas desde la clandestinidad en los tiempos del general. Y al no ser entendidas, las élites indepes reaccionan como niños cuando dicen el franquismo ha vuelto. Es decir, son zopencos incluso al interpretar la revisitación del pasado.

Estamos en la centuria que certificará la hecatombe de los nacionalismos, después de haber asistido a su despertar violento y frágil, al mismo tiempo. Lo ejemplos danubianos son legión: Eslovaquia, con su capital Bratislava, una mancha de color camisa-parda; Padania, detritus de la bella Lombardía de la llanura del Po bajo el estigma mercantilista de un Duce (Berlusconi) que amenaza al cielo con su lanza; la Polonia Cracoviana inventada por Juan Pablo II y Lech Walesa, y hoy mentorizada por Andrzej Duda, fruto del resentimiento que dejaron los Pogromos y los trenes de la muerte de los que habló Primo Levi; Hungría, la magiar, gobernada con puño de hierro por Viktor Orbán, el ultra dispuesto a desfigurar la Budapest libre hasta convertida en ciudad demediada, martillo de cíngaros.

El nacionalismo es refractario y todo lo que refracta huele mal. Cada reunión berlinesa de JxCat coincide con un estruendo. Es Gulliver, el gigante-familiar de Liliput, nuestro pequeño país acogotado, donde cada día es el mismo día. El gigante está en la playa, tendido boca arriba con los brazos y piernas atados en picotas de madera. Solo con toser podría liberarse y devorarnos. Practica en solitario --por puro onanismo intelectual, supongo-- la auténtica oblación a la patria. Su cabezonería es el rasgo que mejor le distingue; los demás --¿nosotros?-- estamos en permanente alerta y dispuestos a aceptar su ultima cafrada. Seguimos atrapados en el bucle del Bacarrá.