Nos hemos convertido en una sociedad rebelde o simplemente parásita en la que algunos piensan que no hay nada mejor que una buena sublevación, cada cierto tiempo. Se dedican a inquirir en vez de precisar, a gritar en vez de hablar; a mentir en vez de negociar; a insultar en vez de precisar; a demoler en vez de construir. Un ejemplo lo tenemos en la Cataluña vigatana que se reunió el sábado en Perpiñán para montar la de Dios, bajo promesa del asalto final al Palacio de Invierno. Al llegar a casa, guardaron los estandartes, descolgaron de la pared la cornucopia de duque de Berwick, consorte de la Casa de Alba, y pusieron de pisapapeles sobre la mesa del despacho el busto del duque de Marlborough.

Los de Perpiñán llegaban cansados, después de atascos y retenciones. No deben ser de eixe món: en Francia no los tragan y ellos están convencidos de que los españoles hablan con desdén de Cataluña, nuestro noble país, “señor de las artes, árbitro de Europa, sede de la virtud, la piedad, el honor y la verdad, orgullo y envidia del mundo”, dice Gulliver, el personaje de Jonathan Swift.

El gran escritor afincado en Irlanda fue, durante un tiempo, el principal pensador del partido tory en Londres; pero no le hicieron el menor caso y acabó pasando su vida como funcionario del decanato del Sant Patrick de Dublín, hábitat de la biblioteca más bella de Europa. Resumió su contribución a la Guerra de Sucesión española en un ensayo titulado La conducta de los aliados, en la que se pasó al bando francés y predispuso a la opinión pública británica  en contra del Archiduque Carlos.

Swift publico su sátira menipea, Los viajes de Gulliver, un poco antes de que Daniel Defoe sacara su Robinson Crusoe, recién empezada la centuria del setecientos; desde entonces, Guliver se ha traducido a todos los idiomas y nunca ha dejado de imprimirse. Es una referencia de la doble moral: Liliput, la tierra de los enanos frente a Brobdingnag, la de los gigantes donde Gulliver parece tan pequeño como lo eran para él los liliputienses.

Es justamente una encrucijada que interpela a Puigdemont: tratarnos como seres diminutos sin conocer nuestras mañas o como gigantes que lo pueden destruir con un gesto. Debe decirse que el doctor Lemur Gulliver buscó una tercera opción mucho más agradable; naufragó delante de la isla de Balnibardi y conoció una sociedad equilibrada, con escuelas que enseñaban al arte de la política y se asombró al comprobar qué hacían los isleños con los políticos comprometidos con el bienestar de toda la sociedad y cuál debía ser el sistema de elección para que solo los más honestos llegaran al poder.

Ya tengo clara mi vocación compartida de balnibardiano. Un tercer camino que entienda la imposibilidad de la vía unilateral y que acepte que nunca habrá un referéndum de autodeterminación. Deben saber que ningún baldibardiano aceptaría el método dual del referéndum de autodeterminación sin más; tan determinante, tanto que hipotecaría para siempre la vida de la gente.

Pues bien lo más parecido a día de hoy es el tercerismo de Carles Campuzano y los del Grupo Poblet, que cuenta con 300 impulsores dispuestos a debatir el procés como una “gran oportunidad perdida” y aceptar que la independencia es un “objetivo inalcanzable por la vía unilateral y la confrontación”. Como alternativa, este grupo propone una reforma de la Constitución en la línea de la Ley de claridad canadiense, que “permita el ejercicio del derecho de secesión a partir de un acuerdo político que establecería avant match las condiciones de un referéndum de autodeterminación. Si saliera el Sí, entonces habría que negociar con el resto de España, cómo implementarla.

Es el regreso al derecho a decidir, y unos metros más que, sin discutir su constitucionalidad, sería posible siempre que se tuviera claro que este camino resulta absolutamente inconstitucional.

Poblet es un pez que se muerde la cola; una trampa del lenguaje; una completa reversibilidad; el retorno de la armonía en el sentido más musical del término, acompañada del fin de la era saturnal, que nos ha tocado vivir. Pero a pesar de su improbabilidad es una forma de salir del bache, tras diez años de crescendo hacia el gran choque contra la pared y sus nefastas, pero lógicas, consecuencia judiciales.

Los bien instalados que alardean de negociar su pensamiento radical frente al de la arquitectura constitucional del Estado deben saber que, en las noches de primavera cercanas, la conversación se convertirá en un género literario coral. Pronto no valdrá esconderse entre la maleza de un bello jardín asalvajado. Los autores leídos y memorizados aportarán valor al discurso oral; ellos diseñan la performance de prosas cuya finalidad es la de ser oídas, no necesariamente leídas.

Si verbalizamos, entendemos. Para los que no viven en el medio líquido de la praxis (dimes, pullas y diretes en Román paladino), el  arte de la conversación puede convertirse en la antesala del pacto político que necesitan nuestras vidas. La naturalidad improvisada disminuye la distancia entre la lengua espontánea y la cultivada.

Vista así, la tercera vía es más que deseable, aunque no conduzca al fin imposible que Puigdemont  pretende a fuer de inmolaciones. Los primeros sondeos de los comicios catalanes dan ganadora a ERC. El hombre de Waterloo tiene prisa. Ha de escoger entre liliputienses y gigantes; le recomiendo que pruebe el tercerismo de la isla de Balnibardi.