El nacionalismo catalán es una forma de tribalización. Buena parte de una generación se ha visto empujada a perder los mejores años de su vida en los escuadrones de Saló, defensores de fem república (ANC, Òmnium, CDR, entre otras organizaciones civiles), a imagen de aquella miserable república social italiana dirigida por la Wehrmacht junto al griterío del Duce. La Europa autoritaria quiso montar en Italia una especie de Círculo de Jena, al que Goethe (un siglo antes) había reunido a la cultura alemana, junto a la ciudad de Weimar, capital del ducado de Sajonia y de la república entera. Y esta misma Europa autoritaria, ahora en manos de políticos como Salvini, Orban y compañía, apuesta por la segregación catalana con una capital, Barcelona, convertida en la Stalingrado nacionalista, doliente y defensora de letanías nación-pueblo. Nada les produciría más satisfacción a las asilvestradas falanges del Este y de la Italia tedesca que instalar aquí el germen destructor de la UE, después de que Milán, sede de la Lombardía, no haya aceptado someterse totalmente al yugo de la Lega Norte.

Los nativistas quieren recuperar la Barcelona de les tombes flamajants. Pero se olvidan de que aquí hay memoria, como se repite en la ópera Los Hugonotes, interpretada numerosas veces en el Liceu y en la Scala, donde el proscenio se traslada a la Francia de Enrique de Navarra, en el momento en que el rey renuncia al luteranismo, con aquello tan sobado de “París bien vale una misa”. Pues, lo dijera o no (el historiador Guillermo Fatás lo niega rotundamente), así pensamos muchos: la Constitución del 78 bien vale muchas misas. Y Barcelona por supuesto que las vale. Solo hace falta la convicción necesaria para desalojar dialécticamente a la turba indepe, que campa por nuestras calles al ritmo simbólico del Ein feste Burg, aquel himno de Lutero tan vistoso, en la obertura de la citada pieza lírica de cinco actos.

Encerrase es una forma de marginar a tu pueblo en el momento crucial en el que la Europa franco-germánica glosa la potencia del continente, como lo hizo el pasado fin de semana en París, en la celebración de los cien años del Armisticio y el Tratado de Versalles. El nacional-populismo no está ni se le espera en la apuesta de futuro, mal que le pese al propio Donald Trump, el gran ogro melancólico, de la América cóncava, doblada sobre sí misma. Encerrarse de nuevo es lo que ha hecho Artur Mas esta semana, pero su intento de apoderarse de la Crida de Puigdemont suena a la última campana del boxeador golpeado; especialmente ahora, después de la condena del Tribunal de Cuentas por el referéndum de cartón-piedra del 9N.

Y del mismo encierro participa el asalto de Puigdemont a ERC para ir juntos a las europeas; caen ambos en saco roto, se precipitan desde la alta torre, rasgando con las uñas la piedra resbaladiza. De momento, el PDeCAT se rearma con una bajada de planteamientos espectacular. Las corrientes hegemónicas dentro del nacionalismo apuestan ya por el llamado factor Recoder, tal como lo definen quienes propugnan al exconseller y exalcalde de Sant Cugat Lluís Recoder, como nuevo líder para rearmar al partido heredero de Convergència. La idea de un PDeCAT rehabilitado para la política es el camino para incidir, junto a ERC y PNV, en la gobernabilidad de España. Suena todo a campanillas de Navidad, a hueco. Pero es eso o nada, porque no hay camino para el soberanismo fuera de la Constitución y de la Ley. Empieza a verse la luz al final del túnel: independentismo capota ante una mayoría constitucionalista, que lentamente recobra el resuello, después de un lustro negro de desconsuelo y frustración.

En el mercado de la política, los mensajes se utilizan como si fueran recursos naturales: nadie piensa en reemplazarlos. Este es el drama nacionalista; no renueva su discurso, solo lo sustituye por hojas de ruta y pantallazos, como si la gestión del tiempo fuera su único programa. En los interregnos, la intelectualidad indepe busca su mejor doctrina: individualizar los rasgos específicos del pueblo que vive sobre el suelo sagrado de la etnia. Polonia, Hungría, Austria y la República Checa están en ello y, si su sentimiento de pertenencia atraviesa nuestras fronteras, el genocidio nazi solo habrá sido el prólogo de un horror planetario.

La nación aísla: nadie podría pensar que el Sturm und Drang de los románticos alemanes acabaría en campo de concentración. La Cataluña del pogromo contra el disidente está más cerca de lo que pensamos; aunque, ahora mismo, los dirigentes nacionalistas aparenten estar lejos de una conducta tribal, su discurso de liberación conjuga la peligrosa metralla de la exclusión.