Algunos participantes en las manifestaciones de protesta por la muerte de un ciudadano negro en Minneapolis a manos de un policía blanco especialmente bruto han optado por ir al fondo de la cuestión y la han emprendido contra lo que, según ellos, es el origen del problema de racismo latente que Estados Unidos lleva sin resolver desde la guerra de secesión: las estatuas en honor de Cristóbal Colón, el aventurero de incierto origen (aunque el Institut de Nova Historia insista en que era catalán) que descubrió un continente por error a finales del siglo XV. De momento, esas estatuas han sido vandalizadas en Boston, St. Paul, Richmond y Miami, donde ha habido siete detenidos por tomarla con la efigie de Colón y, ya puestos, con la del descubridor de la Florida, Juan Ponce de León.

Personalmente, me cuesta un poco ver la relación entre la ejecución (quiero creer que) involuntaria del pobre George Floyd (no es normal que la principal preocupación de un negro detenido sea llegar vivo a la comisaría) y la iconoclastia contra personajes de hace siglos, aunque ya la CUP, ese pedazo de think tank soberanista, propuso hace unos pocos años retirar el monumento a Colón del final de la Rambla. Tampoco entiendo muy bien que en Londres haya habido que blindar la estatua de Winston Churchill, acusado de racista por los airados manifestantes, o que en Bristol se hayan cargado la de un notable benefactor de la ciudad que, gracias al tráfico de esclavos, la llenó de escuelas y hospitales (Barcelona, una vez más, se adelantó a este tipo de iniciativas retirando hace un tiempo la estatua del marqués de Comillas, como si fuera el único burgués catalán enriquecido con la venta de carne humana). Tengo la impresión, una vez más, de que algunos intentan reescribir la historia y aplicarle al pasado criterios del presente (valga como anécdota la retirada de Lo que el viento se llevó del catálogo de HBO).

Aunque nadie mínimamente decente puede estar en contra de las protestas por la muerte de Floyd, detecto cierta histeria en algunos de sus participantes, sobre todo en esos blancos que no viven en Estados Unidos, no tienen ni un amigo negro y, de repente, les ha entrado una indignación anti racista rayana en el auto odio. Pienso en esos que circulan encadenados y con una camiseta en la que puede leerse So sorry, o en aquel señor de la foto que enarbolaba una pancarta que ponía Mi hermano negro es mejor que yo, mátame a mí. El masoquismo seudo progresista de algunos blancos lo observamos cada año en España coincidiendo con la fiesta nacional, cuando empiezan a salir amigos de los indios machacados hace siglos de debajo de las piedras y pretenden que todos nos pasemos la vida disculpándonos por lo que hicieron nuestros antepasados en un contexto histórico que no tenía nada que ver con el actual. Ya sabemos que en España nos encanta refocilarnos en las desgracias del pasado y que nos estimula menos el futuro que seguir arrojándonos unos a otros los respectivos muertos de la guerra civil, tema del que pensamos seguir hablando hasta el Armagedón en vez de intentar poner un poco de orden en una situación política como la actual, en la que no funciona nada, de la alcaldesa de Barcelona al rey emérito, pasando por el gobierno y la oposición.

La muerte de George Floyd es, ciertamente indignante, pero, ¿cómo tenemos el asunto de los temporeros negros de Lleida que dormían al raso porque ningún hotel de la localidad se prestaba a alojarlos? Pese a la solidaridad internacional, mayormente bienintencionada, la muerte del señor Floyd es un problema estrictamente norteamericano: en Estados Unidos aún queda mucho racismo por desactivar y muchos cuerpos policiales que deberían ser más cuidadosos a la hora de reclutar (el que se cargó a Floyd acumulaba 17 expedientes por conducta violenta). Tomarla con un negrero porque vives en Bristol o con Colón porque eres de Boston o con Ponce de León porque te cae cerca de tu casa en Miami es errar el tiro y remontarse a unos tiempos que no son los nuestros y que no se pueden reescribir a gusto del consumidor. Tal vez si todos nos centráramos en el aquí y el ahora y dejáramos de remover ofensas de hace cinco siglos (o de hace 80 años) podríamos avanzar en una dirección más razonable que la que parecemos haber emprendido, cuya banda sonora podría ser perfectamente la canción de los Talking Heads Road to nowhere.