Como Pedro Sánchez parece estar convencido (o lo aparenta por la cuenta que le trae, como casi todo) de que él y sus secuaces son lo único que nos separa del fascismo, ha tenido la brillante idea de poner en escena una especie de pugna en directo entre el Progresismo (o sea, él) y el Fascismo (es decir, el difunto general Franco, a quien pretende volver a la vida en el 2025 para protagonizar una serie de actos, parece que más de 100, en los que, francamente -nunca mejor dicho-, dudo que el fiambre pueda colaborar gran cosa en presunto tronío de los eventos). Sánchez versus Franco: ése parece ser el subtexto del show que se nos viene encima y que, a estas horas, aún no sabemos en qué consistirá.

Ya, para empezar, celebrar el 50 aniversario de la muerte de Franco, por muy dictador que fuera, resulta de un gusto discutible. Por otra parte, tenemos cosas más bonitas que celebrar, como la Constitución, las Olimpiadas del 92, la legalización del divorcio y del aborto y varios logros más de la democracia que no nos costaría nada enumerar.

Puestos a celebrar la desaparición física del Caudillo, la cosa tendría algo más de lógica si hubiese acabado como el Duce, en vez de muriendo tranquilamente en su cama, sobre sus célebres heces en forma de melena. Si se trata de celebrar la derrota del Régimen, mejor dejémoslo correr, pues no hay nada que celebrar. Yo estaba allí, y lo vi todo: el Régimen se suicidó para evitar males mayores, se produjo una ingesta generalizada de sapos entre franquistas y demócratas, pusimos un Rey que le diera cierto lustre a la coyuntura, e hicimos lo posible por vivir en un país normal (no lo logramos, pero que no se diga que no se intentó, a nuestra manera, por supuesto). Eso sí, lo que es un triunfo popular sobre la dictadura, eso todavía lo estamos esperando. No pudo ser. Hubo masas en el entierro del Caudillo, y un par de días después, ya no quedaba ni un franquista en España. Y a mí ya me pareció bien, la verdad.

Crecí en una familia muy de derechas, donde se veneraba al Caudillo y en la que hacer bromas al respecto o comentarios políticos desafectos podía saldarse con alguna bronca de cuidado. Me pasé la infancia y la adolescencia escuchando maravillas del general y aún recuerdo la excursión familiar al cine para ver Franco, ese hombre, la biopic de Sáenz de Heredia (menos mal que poco después cayó Lawrence de Arabia). O los desfiles que me tragué en Barcelona, y en alguno de los cuales participaba mi propio padre.

Yo tenía 19 años cuando palmó el Caudillo, así que no les voy a soltar ninguna trola sobre mi militancia antifranquista (que se redujo a un par de manifestaciones cuando cursaba primero de Periodismo). Lo que sí les puedo decir es que todo lo relacionado con el franquismo me parecía un coñazo sideral. Los chicos del underground habíamos dado por muerto a Franco antes de tiempo y vivíamos como si no existiera, con nuestros cómics, nuestros discos, nuestros libros y nuestras películas (las que superaban la censura). Otros podrán explicarles el franquismo como un drama (sin duda lo fue para muchos), pero yo sólo se lo puedo definir como una tabarra absurda y rancia que tardaba mucho en desaparecer.

Por eso, cuando murió Franco, pensé que me había librado del viejo para siempre jamás. Pero me equivocaba. Han pasado casi 50 años de su deceso y seguimos hablando de él a todas horas. Primero me dieron la chapa sus fans, luego sus haters. El caso es no dejarlo en paz, dos metros bajo tierra, y dedicarnos a pensar en un futuro razonable para España.

Durante la hoy denostada Transición se hizo un esfuerzo por enterrar al Caudillo, paso previo a la reconciliación nacional, pero ya hace tiempo que damos la brasa todo lo que podemos con el fiambre. Rodríguez Zapatero estrenó el guerracivilismo, que luego heredaron Pablo Iglesias y, desde el otro lado, Santiago Abascal. Y Pedro Sánchez, que también se dio cuenta de lo útil que podía serle Franco para conservar su autootorgado cargo de paladín antifascista. El hombre no pasa ahora por sus mejores momentos. Los jueces, ya se sabe, le tienen manía y le están buscando la ruina. A él, a su mujer y a algunos de sus secuaces. ¿Qué puede hacer para reivindicarse como héroe del antifascismo? Muy sencillo: resucitar a Franco y montarle una gira de 100 o 150 bolos por España. No sé cómo lo piensa organizar, pero 100 actos son muchos cuando el protagonista está muerto.

Si se hubiese tenido la prudencia de momificar el cadáver, como hicieron los rusos con Lenin, siempre se podría organizar una tournée por España para que la gente se acercara a saludarle. Pagando, claro. Y, sobre todo, organizando las visitas para que no coincidieran los followers y los haters. Los selfis estarían permitidos, por supuesto. Y las sonrisitas falsas conseguidas con algún artefacto en la mandíbula. Pero para eso necesitaríamos un cadáver en condiciones, lo cual me temo que no es el caso, así que olviden esta modesta propuesta. Habrá que esperar a ver qué se le ocurre a Sánchez para esta absurda celebración, si no le quitan la idea de la cabeza durante las próximas semanas. Muchos preferiríamos que pensara un poco más en la España del presente y un poco menos en la del pasado (y en sí mismo, básicamente).

Franco lleva 50 años criando malvas y lo está haciendo muy bien. Pedro ya lo sacó del Valle de los Caídos. Ahora lo sacará de otro sitio, parece que para llevárselo de gira por España. El caso es no dejarlo en paz ni a él ni a los que lo soportamos durante años, y mantener su presencia en un país que poco tiene ya que ver con el que mangoneó sin tasa durante 40 años.

Dicen que cuando en una conversación recurres a Hitler es que te has quedado sin razonamientos. Me temo que recurrir a Franco también hace tiempo que significa lo mismo.