Puede que algunos, yo entre ellos, nos apresuráramos ligeramente al dar por muerto al partido de Pablo Iglesias, Podemos, aunque también es verdad que no se puede decir que el penene con pretensiones se matara a la hora de demostrar que su opción, digamos, política seguía gozando de buena salud.
Abandonar la vicepresidencia del Gobierno (esa que Albert Rivera no había querido, precipitando así el hundimiento y la irrelevancia de Ciudadanos) no lo definió como el político más proactivo y resiliente de España, precisamente, sino como una especie de profesional del derrotismo que prefería dedicarse a algo parecido al periodismo antes de rizar el rizo del fracaso metiéndose a tabernero porque, según él, la taberna es el último reducto del proletariado (aunque con cócteles a 10 euros en lugar del preceptivo vinazo; y sin rampa para acceder al local, no se le fuese a colar su examigo Echenique).
Con su actitud dimisionaria, Iglesias parecía reconocer que había sido traicionado y vencido por la mujer a la que había elegido como sucesora, Yolanda Díaz, cuya escisión, Sumar, daba la impresión de haberse impuesto a la casa madre, Podemos. Y así nos quedamos (casi) todos con la imagen de un Pablo Iglesias derrotado por la realidad y el oportunismo que optaba por volver a sus actividades previas a sus 15 minutos de fama: la docencia (aunque le costó Dios y ayuda que le echaran de comer en la universidad), el coqueteo con el periodismo seudo revolucionario (aunque ya sin el apoyo de Jaume Roures) y, ¡novedad inesperada!, la restauración progresista representada por la Taberna Garibaldi.
En el tiempo transcurrido desde la dimisión de Iglesias como vicepresidente del Gobierno han pasado muchas cosas que parecen haber hecho pensar a nuestro hombre que tal vez no está todo perdido y se puede volver a la carga con la matraca de costumbre, reforzada por la crisis gubernamental basada en la posible corrupción de Pedro Sánchez y esa alegre pandilla que forman su mujer, sus antiguos hombres de confianza Ábalos y Koldo y su fiscal del Estado, que más que servir al Estado, da la impresión de servir al Gobierno (lo mismo que hacen titanes de la política local como Félix Bolaños, María Jesús Montero, Fernando Grande Marlaska, Santos Cerdán, Óscar Puente y tutti quanti, sicofantes sin vergüenza alguna y lamebotas del Puto Amo, según Puente, o Mr. Handsome, según Almodóvar).
Mientras el Gobierno parece entrar en fase de derribo (por mucho que se presente como lo único que nos protege del fascismo), la otrora triunfal Yolanda Díaz ha dejado de serlo, convirtiéndose en otra sierva de Don Guapo cuyo partidillo, aparentemente ganador no hace mucho tiempo, va cayendo en barrena apresuradamente, lo cual permite que Ione Belarra cada día se muestre más farruca en el Congreso con el PSOE de Sánchez y su tonto útil, el Sumar de Díaz.
Lo que queda de Podemos ha detectado una cierta generalización del asco ciudadano hacia el PSOE y ese Pepito Grillo convertido en perrito faldero que es Sumar. Pese a los esfuerzos de Sánchez por presentar a su banda como una cima del progresismo español, no sólo la derechona está que trina con el actual Gobierno, aunque Dios le haya bajado a ver con esa oposición que representa el PP y que es de una ineptitud tal que es capaz de dejarse meter goles como el de la rebaja de penas para asesinos en serie de ETA.
La desfachatez de Sánchez y sus secuaces ha superado hace tiempo cualquier límite, y sólo un puñado de abducidos mentales puede creer que el presidente se mueva por algo que no sea su propia conveniencia. Y cada vez hay más gente que observa cómo no se ocupa nadie de los problemas más urgentes de los españoles.
La vivienda, por ejemplo. Y su difícil, casi imposible, acceso. Y el robo en que se ha convertido el alquiler de un apartamento en ciudades como Madrid o Barcelona. Ese ha sido el leitmotiv de recientes manifestaciones en ambos lugares, manifestaciones que no le han pasado inadvertidas al señor Iglesias y que, sin duda, le ayudarán a enhebrar un discurso verosímil este fin de semana, durante el conato de refundación de Podemos que tendrá lugar en Madrid.
El hundimiento de Sumar y la progresiva putrefacción del PSOE pueden haber sacado a Pablo Iglesias de su letargo tabernario. No porque le importe en exceso el bienestar de los españoles, sino porque la ocasión la pintan calva para intentar un regreso triunfal a ese mundo de la política que abandonó sin venir a cuento en aras de una vida (¿absurda?) de tertuliano y tabernero.
Los españoles sin hogar pueden ser para Iglesias los nuevos indignados. Como a los representantes del 15M, se les podrá subir a la chepa para presentarse como el salvador de la patria traicionada por los falsos izquierdistas. Personalmente, preferiría otros líderes para plantar cara a los enterradores de la socialdemocracia, pero, de momento, el único que parece estar dispuesto a hacer algo es el tabernero bolchevique. Y como se dice vulgarmente, estos bueyes tenemos, con estos bueyes aramos.
Igual lo de Iglesias tiene un efecto llamada (y no me refiero al cantamañanas de Alvise) y se cuelan en el panorama político español algunas alternativas al PSOE y al PP a las que realmente les importe que sus compatriotas puedan alquilar cuatro paredes y un techo. Soñar es gratis.