Convendrán conmigo en que la noticia más chiripitifláutica de la semana ha sido la de la práctica del cruising (o ligoteo) en las sedes del Mercadona entre siete y ocho de la tarde. Al principio pensé que era un bromazo promovido por algún youtuber o influencer con ganas de dar la nota pero, aunque lo fuera, da la impresión de que la propuesta se ha convertido en una realidad, lo cual nos podemos tomar como algo bueno o algo malo. Por si les pillo in albis, la cosa consiste en dejarse caer por el Mercadona de nuestra elección, hacernos con un carrito, colocar en él una piña al revés y acercarse a la sección de vinos a esperar que alguien choque discretamente contra nosotros (el torpe que sólo quiera hacer la compra y coloque mal la piña, ya sabe lo que le espera: algo muy parecido al acoso, sobre todo si lo pillan comprando morapio).

Los que le ven el lado bueno al asunto aseguran que se trata de un regreso a las buenas viejas costumbres de tratar directamente con nuestros semejantes para asuntos relacionados con el amor, el fornicio o una mezcla de ambas cosas, y que las webs de citas están afrontando una crisis notable porque sus usuarios y, sobre todo, usuarias, están hartos/as de cruzarse con tarados que parecen majos, pero…

Uno nunca ha recurrido a Tinder y demás supermercados del roce porque está chapado a la antigua y prefiere los bares, las inauguraciones y los vernisages de las exposiciones. A lo máximo que he llegado es a echarme novia en Facebook, motivo por el que nunca me oirán una palabra mala sobre el señor Zuckerberg (aunque se las merece a granel). Lo de Tinder me resultaba inasumible, con lo angustiosas que suelen ser las primeras citas. Me conformo con ver First Dates y hacerme una idea bastante completa del sentimiento amoroso español (aunque lo que más me estimula es ver a sujetos más jóvenes que yo que parecen mi padre o se caen directamente a trozos, pues me provoca una dulce schadenfreude, que dirían los alemanes).

Lo que no acabo de entender muy bien es por qué optar por los supermercados cuando se puede volver a bares y discotecas. En ese sentido, el cruising en un entorno alimenticio (en vez de, pongamos por caso, unos urinarios públicos o el bosquecillo aledaño a una playa nudista, para los desengañados de Grindr) constituye una peculiar novedad en el campo de las relaciones sociales seudo sentimentales. ¿Y por qué el Mercadona en concreto y no el Lidl, el Aldi o el Alcampo? Menos el Bonpreu, cuya banda sonora a base de pop catalán pone en fuga al ligón más recalcitrante, cualquier súper valdría, ¿no? Igual es porque, si ligas, te permiten llevarte a casa a tu nueva pareja dentro del carrito, mientras se clava la piña en el culo. Lo ignoro.

De todos modos, no es este el primer ambiente intempestivo por el que transcurren los caminos del amor. Pensemos en esos padres divorciados que acudían al parque de su barrio con un crío para llamar la atención de madres divorciadas con su propio retoño que, al verle tan entregado a las necesidades lúdicas del tierno infante, sentían una simpatía inmediata por él, al que consideraban lo opuesto al gañán de su ex, ese maestro del escaqueo al que nunca se había visto en una reunión de padres en la escuela (que debería llamarse reunión de madres, dado que la presencia masculina en ellas suele ser escasa o, directamente, nula). Me comentaron, incluso, el caso de un soltero sin hijos que llegó a pedir prestado un sobrinito o cualquier niño disponible antes de disponerse a apatrullar el parque elegido. Lo mismo ocurre con los que llevan el perro a que se oree, y siempre es más fácil que, en caso de necesidad, te presten un perro que un niño.

No sé ustedes, pero yo he decidido tomarme por el lado bueno lo del cruising en el Mercadona, tal vez por mi alergia a las apps de contactos. Por lo menos, implica un regreso al contacto humano, aunque sea mediante el discreto choque de carros. Y puedes ver a la persona que se te insinúa, no como en las apps, donde, según me han contado, puede haber notables diferencias entre lo que esperas y lo que te llega por Tinder. El único problema que le veo al asunto es cómo distinguir al buscador de pareja del que, simplemente, está haciendo la compra y resulta que le gusta la piña, quien debe acabar harto de que la gente choque contra su carrito (posible bronca: ¡colócala del modo habitual, merluzo, que vas provocando!).

Probablemente, sólo estamos ante una noticia tonta y banal de las que tanto abundan, sobre todo en verano. Pero hoy me he levantado italiano y musical, como decía James Bond, y me ha dado por ver una señal de esperanza en los ligues de supermercado: estoy a favor de todo lo que nos mantenga alejados de la pantallita del maldito y omnipresente móvil.