Durante toda mi vida de ciudadano con derecho a voto, nunca me habían convocado para formar parte de una mesa electoral. Pensaba que se habían olvidado de mí (cosa que les agradecía), pero hete aquí que mañana me toca ejercer de presidente de mesa en mi colegio electoral. Intuyo cierto sadismo en lo de esperar a pillarme una edad provecta, y, de hecho, me habría podido librar de saber qué trámites había que cumplir para evitar mi destino, pero entre que no sabía qué hacer y que me daba cierto morbo pringar socialmente una vez en la vida (se lo contaré todo, la semana que viene: no crean que se van a librar), pues ahí estaré mañana, dispuesto a cumplir con mis obligaciones de ciudadano responsable: ¡la gran fiesta de la democracia en primera persona!
Los amigos me aseguran, eso sí, que no me voy a herniar, dado que las elecciones europeas se la soplan a todo el mundo y, a lo sumo, aparecerá un votante cada 10 minutos, pero las 12 horas de plantón (de ocho de la mañana a ocho de la tarde) no me las quita nadie. Ya puestos, me ha dado por la melancolía y me he preguntado por qué nadie en este país (e intuyo que en los demás) se acaba de tomar en serio las elecciones europeas. En teoría, son más importantes que las nacionales y las regionales, pero, en la práctica, la gente las aborda (el que las aborda y no opta por quedarse en casa) con el mismo espíritu mezquino que las locales.
Nadie tiene ni idea (yo incluido) de quiénes son los candidatos franceses, italianos o alemanes, pero parece que todo el mundo se apaña votando en clave nacional. Es decir, partiendo del amor a un partido político o del odio hacia otro. El sentimiento de patriotismo europeo brilla por su ausencia en España, y me temo que también en el resto de los países de la Unión. Y puede que sea normal. Europa es una colección de naciones viejas (o vetustas) que, en el pasado, han estado a la greña unas con otras durante siglos. Nuestra unión obedece a lo de Por el interés te quiero Andrés y a la ilusión de ser una gran potencia, aunque falsa.
Por regla general, seguimos funcionando entre nosotros a base de tópicos, cuando no de displicencia y desprecio, aunque quiero creer que la generación Erasmus ha avanzado un poco en ese sentido. Cada país da la impresión de creerse estupendo y considerar que está rodeado de idiotas. Los del norte nos tildan de vagos a los del sur. Los del sur creemos que los del norte son unos muermos carentes de alegría de vivir. Y así vamos tirando, haciendo cada uno de su capa un sayo mientras se nos llena la boca de comentarios elogiosos hacia nuestro provecto y decadente continente.
Nuestros políticos son los primeros en no tomarse a Europa en serio. La campaña electoral ha sido, básicamente, de tono local. Los del PP hablando de la urgente necesidad de deshacerse de Pedro Sánchez y los del PSOE advirtiéndonos de los peligros del fascismo. Los que quieren ir a Europa a cargársela han estado más farrucos que nadie: Abascal en España, Le Pen en Francia, Meloni en Italia. Y hasta se han colado en las candidaturas algunos frikis como Alvise Pérez, un tuitero ligeramente escorado a la derecha que se ha hecho con miles de seguidores a fuerza de difundir bulos (su invento se llama, agárrense, Se acabó la fiesta). No sé ustedes, pero yo, el único acto que he visto en honor de la idea de Europa ha sido la celebración del 80 aniversario del desembarco de Normandía, con esos yayos entrañables en silla de ruedas que se jugaron la vida por nosotros en la lucha contra Hitler.
Tomarse en serio su idea de Europa debería ser una prioridad para políticos y ciudadanos de a pie. No digo que debamos sentir amor incondicional por nuestros vecinos, pero sí que haríamos bien en intentar algo que fuese más allá de la conllevancia orteguiana. Pintamos poco en el presente del globo (entre China, la Rusia de Putin y los Estados Unidos de ese señor que intenta sentarse en una silla normanda que solo existe en su imaginación) y podemos pintar aún menos si el animal de Donald Trump recupera la presidencia de su país.
Si no existe el patriotismo europeo, habría que inventarlo, pues motivos no nos faltan para estar mínimamente orgullosos de nosotros mismos y nuestros logros (que atraen a un número más que considerable de inmigrantes que necesitamos, pero con los que no sabemos muy bien qué hacer). Si aspiramos a convertirnos en una especie de parque temático de reliquias culturales, vamos por buen camino, pero tal vez no sería mala idea armarnos hasta los dientes por si estalla una tercera guerra mundial a causa de lo de Ucrania (dicho sea con todo el respeto para nuestros pacifistas más optimistas, que igual creen que con Vladímir Vladimírovich se puede hablar de todo).
Reconozco que lo mío no pasa de un desiderátum. Deberíamos sentirnos europeos, pero no lo acabamos de conseguir (si en España hay quien no se considera español, ¿cómo lo vamos a lograr?). Pero, por la cuenta que nos trae, habrá que esforzarse. Aunque sea con el mismo espíritu modelo Por el interés te quiero Andrés. Y si puede ser con el que expresaba Stefan Zweig en El mundo de ayer, mejor que mejor. Soñar no cuesta dinero y de ilusión también se vive, ¿no?
Y a todo esto, ¿a quién voto yo mañana?