A mediados de la década de 1990, ocupando el poder el PP, los que trabajábamos para medios desafectos al régimen (en mi caso, el diario El País) sufrimos una sospechosa investigación de Hacienda tras la que se nos reclamaba un dinero que ya creíamos haber pagado. Al principio pensé que la cosa solo iba conmigo, que, por los motivos que fuesen, habían descubierto que les debía algo más de 200 euros. Los pagué sin rechistar, pero cuando comenté mi caso con compañeros de la redacción, resultó que todos, absolutamente todos, habían recibido una especial atención ese año por parte del Ministerio de Hacienda.

Yo ya había oído decir (aunque la cosa no pasaba de leyenda urbana) que el fisco se fijaba cada año en un colectivo concreto, por lo que todo parecía indicar que ese curso nos había tocado a los chicos de prensa. Pero no a todos. Como acabé descubriendo, quienes trabajaban para medios favorables al PP o, por lo menos, no excesivamente hostiles, no habían recibido la cartita en que se les acusaba, más o menos veladamente, de dedicarse a los trapis contributivos.

Al año siguiente, ya no pasó nada, como si la cosa hubiese sido una simple advertencia. Evidentemente, no había manera de probar que el partido en el poder había intentado dar una lección a los insumisos, pero el caso es que hubo un palo generalizado para todos los que teníamos algo que ver con el diario del señor Polanco (actualmente, del señor Sánchez: más cornadas da el hambre).

Cuando Pedro Sánchez salió de su retiro espiritual para comunicarnos que, pese a nuestra lamentable actitud hacia él y su santa, había decidido sacrificarse y seguir siendo nuestro presidente, incluyó una frase inquietante: “Esto no es un punto y seguido, sino un punto y aparte”. Ante su obsesión por los “bulos” y la “máquina de fango”, intuí que el hombre nos estaba preparando alguna para acallar la disidencia mientras aparentaba que todo lo hacía por el bien de una información veraz y objetiva (además de los periodistas, también hubo jueces que se vieron interpelados por lo del punto y aparte).

Supuse que no tardaría mucho en llegar una ley antibulos, antifango y anticualquiera que pusiera en duda la santidad y la honradez del presidente del Gobierno, su familia, sus allegados, sus ministros y todos los que le debieran el cargo. Pero fueron pasando los días y aquí no pasaba nada. Pedro seguía hablando de bulos y fango, tanto si venía a cuento como si no, pero la temida ley de vagos y maleantes de la prensa no llegaba a materializarse.

Y así fue hasta ayer, cuando Ione Belarra, de lo que queda de Podemos, presentó una proposición de ley que sonaba mucho a la puesta en práctica de la teoría de los bulos y el fango. Con la excusa de la información veraz y objetiva (a la que tienen derecho todos los españoles de bien), se pretendía poner en marcha una especie de segunda inspección de Hacienda para la gente de la prensa, del propietario de un medio de comunicación al último columnista que abordase temas de política nacional, a los que se propondría exigir una declaración de bienes y una comprobación a fondo de dónde salen sus ingresos.

No sé ustedes, pero a mí me suena a la campaña punitiva del PP de los años noventa de la que les hablaba al principio. Lo que insinuó Pedro, lo ha puesto en marcha Ione, quien se ha permitido, incluso, unos comentarios perdonavidas sobre la supuesta pusilanimidad del presidente del Gobierno. Si Pedro no se toma en serio los “bulos” y la “máquina de fango”, Ione lo hará, aunque su partido político esté en las últimas, inmerso en la irrelevancia y a un paso de la muerte.

¿A qué viene esta sobreactuación por parte de alguien que cada vez pinta menos en el panorama político nacional? Atisbo ansias de relevancia y, al mismo tiempo, un intento de hacerle la pelota al Gran Líder para ver si trata mejor a Podemos (partido al que dejó estrellarse cuando facilitó la catastrófica ley del solo sí es sí, siendo plenamente consciente de los siniestros efectos que iba a producir: ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romperle los huevos a alguien, ¿no?).

Para combatir los presuntos desmanes de cierta prensa no hacen falta leyes inéditas, pues nos basta con el Código Penal. Cuando tomas medidas especiales, ya sea una declaración de bienes o un interés concreto por parte del Ministerio de Hacienda, estás haciendo trampas en tu propio beneficio y, sobre todo, en el posible perjuicio a todos los que te caen mal, a todos esos seres del averno a los que has integrado en la fachosfera aunque algunos ni siquiera militen en la derecha: todos los que ponen pegas al Gobierno progresista son iguales para los fiscalizados y hay que deshacerse de ellos.

Dudo mucho que la ley Belarra sea aprobada, pero es la prueba de que cierta izquierda no tiene nada que envidiar a la derechona a la hora de hacer la puñeta a quienes la molestan. Lo del PP en los noventa fue, en comparación con lo de Ione, hasta sutil (e indemostrable). Lo de Podemos es una cacicada a cara descubierta con la que, tal vez, se intenta recuperar el protagonismo social que el partido ha ido perdiendo en el curso del tiempo. Un partido, recordemos, que suscitó muchos comentarios (y no solo de la fachosfera) sobre sus fuentes de financiación, entre las que había más de una tirando a chunga. O sea, consejos vendo y para mí no tengo.