Sonreír suele ser una manera discreta y cordial de presentarse ante la sociedad. Todos preferimos tener delante a alguien que nos sonríe que a un sujeto de aspecto torvo que nos contempla con una mirada de desagrado y con la boca torcida hacia abajo. La sonrisa, eso sí, debe ser utilizada de forma mesurada y solo en según qué situaciones, ya que lucirla en un entierro, por ejemplo, resulta de pésimo gusto, y si se lleva permanentemente dibujada en el rostro lo que se consigue no es parecer una persona agradable y jovial, sino un orate, lo cual acostumbra a resultar inquietante. Viene a cuento este exordio de la franca y amplia sonrisa, digna de un anuncio de dentífrico, que lucía la vicepresidenta del Gobierno español Yolanda Díaz cuando se topó en Bruselas con Carles Puigdemont, notorio enemigo del Estado y supuesto exiliado político que ha instalado su grotesca corte (de los milagros) en la localidad flamenca de Waterloo, donde cohabita (a ratos) con un pianista aficionado, un devoto del sonido de la gralla (el instrumento musical con el sonido más desagradable del mundo, más aún que el de la tenora y el de la dulzaina, que ya es decir) y un rapero balear que, gracias a la Casa de la República (que así se llama el chiringuito), pasó de vender tomates en la parada de verduras de su madre a ejercer de técnico informático para los falsos exiliados.
Me topé con la imagen de la sonriente Yolanda Díaz en prensa y televisión y, aunque no soy dado al patrioterismo, consiguió indignarme y, casi, que me ardiera el pelo. Estaba, claramente, ante uno de esos momentos en que la sonrisa está fuera de lugar (a no ser que seas La Geganta del pi o Tururull, en cuyos casos no solo está plenamente justificada, sino que te va el sueldo en ella). ¿Era posible lo que estaba viendo? ¿Realmente un alto cargo del Gobierno español le estaba sonriendo a un golpista y un delincuente que, no hace tanto tiempo, había puesto patas arriba Cataluña y España entera con su ridículo conato de independencia por la patilla, pues los partidarios de esta no alcanzaban ni al 50% de la población catalana? Pues sí: con tal de conservar el sillón de su señorito (y el suyo), Yoli le sonreía con calidez a un prófugo de la justicia repentinamente convertido en un interlocutor válido a la hora de formar Gobierno en España. Se había cruzado una línea roja hasta ahora no traspasada (no recuerdo que enviáramos en su momento a nadie a Brasil a sonreírle al Dioni y a negociar su posible regreso a la madre patria para dar explicaciones a la justicia de su arrebato cleptómano) y, al parecer, daba lo mismo y la cosa era, de hecho, de lo más normal.
¿Pero de qué se reía esa mujer? ¿O de quién? No tardé mucho en llegar a la conclusión de que se reía de mí y de todos los que creemos que no todo vale para conservar el poder político y que las cuestiones de Estado están por encima de las necesidades concretas de cualquier partido político. Y en considerar que si el presidente del Gobierno fuese una persona decente (lo que no es el caso), debería cesarla ipso facto y considerar la posibilidad de solicitar que se la juzgara por alta traición: a un enemigo del Estado, alguien que les ha amargado la existencia a miles de sus conciudadanos, no se le sonríe, sino que se hace todo lo posible para enviarlo al talego. Aunque se necesiten los votos del cochambroso partido que comanda (que está en las últimas y agradece enormemente la respiración asistida que se le ofrece) para poder perpetuarse en el poder, pues el Gobierno que pueda llegar a formarse con el apoyo de Junts nacerá moralmente muerto y propenso a contagiar su indigencia ética al resto de las instituciones del Estado (sí, lo sé, la alternativa de un Gobierno del PP y Vox también da una grima considerable).
La actitud de Pedro Sánchez ante la tesitura ha sido la que se podía esperar de alguien como él: como tiene por costumbre, ha optado por tomarnos a todos por imbéciles y declarar que la señora Díaz se fue a Bruselas por su cuenta (como si él se hubiese enterado por los periódicos) y no como vicepresidenta del Gobierno, sino como mandamás de Sumar, dos cosas que, como todo el mundo sabe, no tienen nada que ver. Sánchez, evidentemente, está por la Constitución, el escrupuloso respeto a la ley, el rechazo a las maniobras oportunistas, la separación de poderes y demás blasones del progresismo. Son cosas de Yoli, que se pasa de buena y de tolerante, y por eso se lleva de adlátere a un tipo tan bondadoso y tan preocupado por el futuro de España como Jaume Asens, quien ya alcanzó justa fama como ser angelical cuando defendió a un okupa que dejó hemipléjico a un guardia urbano en Barcelona y asesinó posteriormente a un señor de Zaragoza.
En un episodio de Los Simpson, Homer se presentaba a un concurso televisivo titulado How low can you go? (¿Cuán bajo puedes caer?). Para mí, el bochornoso espectáculo de Yolanda Díaz en Bélgica (posible título de la astracanada: The Puchi & Yoli Comedy Hour) estuvo en la línea del episodio de la serie de Matt Groening, pero con el agravante de que se desarrollaba en el mundo real. No hace falta ser del PP ni de Vox para indignarse ante la imagen de una alta autoridad del Estado rindiendo pleitesía a un fugitivo de la justicia a cambio de un puñado de votos que garanticen la conservación del puesto de trabajo (aunque Sánchez se refiera a ello como el mantenimiento de un Gobierno progresista que plante cara a la derechona). Basta con ser un español (más o menos) normal que insiste en creer, contra ciertas evidencias, que vive en un país (más o menos) normal en el que los partidos políticos no pactan con delincuentes para conservar sus poltronas.