Contra lo que sostienen los nacionalistas (sin creérselo, claro), los catalanes no somos un solo pueblo. Aquí, como en todas partes, cada uno es de su padre y de su madre y, eso sí, estamos condenados a soportarnos mutuamente sin pretender imponer nuestro criterio a los que no piensan como nosotros, condición que los indepes se saltan por la cuenta que les trae. Lo pude comprobar una vez más este fin de semana, que pasé en Banyoles presentando el libro de Albert Soler en el Museu Darder, donde hasta no hace mucho habitó un célebre negro disecado. Me acompañó mi viejo amigo Alfonso de Vilallonga, barón de Maldá, con su inseparable ukelele, y compartimos la mesa de oradores con Salvador Oliva y Jaume Boix, compadre de toda la vida y miembro destacado de la Resistencia local a través de la asociación Convivencia i progrés, maldita desde su nacimiento por defender dos conceptos que a los procesistas se la soplan.
Gracias a un gráfico que me mostró la periodista Carme Coll, descubrí que Banyoles es el municipio más indepe de Cataluña, seguido muy de cerca por Berga, por cuyo ayuntamiento ronda el inefable Titot, cantante del grupo Brams (sin hache intercalada; o sea, Berridos, un nombre adecuadísimo). Es decir, que la buena gente de Convivencia i progrés son como la aldea gala de Asterix y agradecen que vengamos de fuera a hacerles sentir que no están solos en el mundo. Tal vez por eso nos trataron de maravilla --nos quedamos a pasar la noche del sábado y concluimos la estancia el domingo por la mañana con una excursión al bar Cuéllar de Vila Roja, ese barrio de Gerona a cuya entrada cuelga una pancarta con la enseña nacional, no la regional, y la frase Bienvenidos a España (el Cuéllar está en la rebautizada como Avenida del 155)-- nos cebaron a conciencia y nos consideraron más amigos para siempre que Freddy Mercury y Montserrat Caballé.
Huelga decir que Albert y yo aprovechamos el acto de presentación para hacer el ganso como solemos, pero lo más notable para mí fue el parlamento de Salvador Oliva, que me hizo ver hasta qué punto se ha degradado Cataluña con el prusés. Contó el catedrático de Filología Catalana que, en la universidad de Gerona, donde dio clases durante toda su vida profesional, nadie le saluda desde que se manifestó en contra de la demencia nacionalista. Él y Javier Cercas son actualmente los dos intelectuales locales más odiados por el procesismo. Evidentemente, a nadie le importa que el profesor Oliva haya hecho más por Cataluña que el fugado Puigdemont, y su amor a la lengua se le ha agradecido con el desprecio. A alguien que traduce a su idioma materno las obras completas de Shakespeare lo ignoran los tarugos de la estelada que hablan un catalán rudimentario. Aquí, a un señor al que se debería erigir una estatua, se le niega el saludo. A eso hemos llegado.
O sea, que lo de que somos un solo pueblo es más falso que un billete de tres euros. El prusés nos ha partido por la mitad y la gente como uno está dejada de la mano de Dios (y del estado) en los pueblos de la Cataluña profunda. Lo que antes se consideraba personas normales, porque lo son, han adquirido la condición de excéntricos (como me contó una integrante de Convivencia i progrés, un día que se definió como no independentista ante la panadera, ésta le perdonó la vida diciéndole que la querían igual; por no hablar de la foto que me enseñó Miquel, mi anfitrión, en la que se veía el pesebre del colegio de su hija de siete años con la sola presencia de dos semovientes porque, como decía un cartelito, la virgen, el niño y José estaban visitando a los presidiarios patrióticos de Lledoners).
Eso sí, como dijo Albert Soler en el acto de presentación de Estavem cansats de viure be, nos reímos más que los procesistas, gente dada a la queja, el lamento y la conducta pasivo-agresiva. Que se queden con las calles, los mossos y los bomberos, que la risa será siempre nuestra.