Tengo un conocido un pelín plasta, nacionalista pero buen chico, que siempre que se cruza conmigo por la calle me pregunta si he estado recientemente en Madrid (debe pensar que voy cada mes a cobrar personalmente del CNI). Caso de ser así, sonríe ladinamente y me pregunta: “¿Y qué dicen de nosotros en Madrid?”. Nosotros somos los catalanes en general y los separatistas en particular, aunque para él ambos conceptos son sinónimos. Mi respuesta es siempre la misma: “¿Qué dicen de nosotros? Nada. Están dedicados a lo suyo –ya sabes, inflarse a cañas y montaditos con el dinero que nos roban– y se la sopla lo que hagamos o dejemos de hacer. Y, ah, sí, el prusés no lo entienden muy bien, pero les da mucha risa”. Y así, hasta el siguiente encuentro fortuito por el Eixample barcelonés.
Los diputados nacionalistas en el Congreso español me recuerdan mucho al pelmazo de mi barrio, pues también ellos están obsesionados con ser el tema preferido de conversación de sus homólogos españoles. Lo pudimos comprobar otra vez ayer mismo, mientras Pedro Sánchez intentaba de nuevo que lo hagan presidente sin dar nada, o casi nada, a cambio. No contentos con entrar en el hemiciclo con unos ridículos floripondios amarillos –en recuerdo de sus amigos a la sombra, claro–, luego salieron todos por TV3 lamentándose de que Sánchez no había dicho nada de Cataluña. Están tan orgullosos de ser la piedra en el zapato de España, que cuando ésta sigue caminando sin que, aparentemente, el guijarro le cause una excesiva incomodidad, se pillan unos rebotes del quince. “¡Pasan de nosotros!”, se lamentan los cleries y los rufianes. Como si en este país no hubiese problemas más graves que la chapucera y sonriente revolución de unos cuantos burgueses malcriados, insolidarios y racistas.
Para empezar, ¿qué demonios hacen en el parlamento del país de al lado? De hecho, ¿para qué se presentan a las elecciones generales? Si han decidido –con cierta resistencia por parte de más de la mitad de la población– que Cataluña es una república independiente a la espera de una inminente implementación, ¿por qué siguen rindiendo vasallaje al reino de España? Un poco de coherencia, señores. Ya sé que el sueldo no está nada mal y que la mayoría de ellos nunca encontraría trabajo en el mundo exterior, pero, como decía el vasco del chiste cuyo amigo encontraba un reloj en el bosque y pretendía llevárselo a casa, si vamos a setas, vamos a setas, y si vamos a Rolex, vamos a Rolex.
Tal vez su problema consista en estar demasiado pegados a la realidad. Y no me extrañaría que todos sean conscientes de que la independencia ni está ni se la espera, y de que sus rabietas son un paripé para contentar a los jubilators del lacito amarillo. Para creer en la república inminente es fundamental vivir fuera de España y estar mentalmente perturbado, condiciones ambas que cumple a la perfección Carles Puigdemont (y yo diría que también Toni Comín, al que cada día encuentro más zumbado). Lo de los diputados separatas con España es una obsesión malsana, una perversión grotesca, un ego del tamaño de una torre Trump y, sobre todo, una cara de cemento armado. Con tal de no reconocer que lo del 1 de octubre fue una charlotada, que en Cataluña no hay quorum para la independencia y que les vienen de perlas los miles de euros que le levantan cada mes al malvado Estado español, son capaces de cualquier cosa. Hasta de fingir una indignación que en el caso de ese sujeto que me da la brasa por el Eixample es, por lo menos, real.