Una de las obsesiones más cansinas de nuestros nacionalistas es la de exigir cíclicamente al gobierno español de turno que se disculpe con Cataluña por la represión ejercida tras la guerra civil, como si en el resto del país no hubiesen fusilado a nadie por equivocarse de bando durante la contienda. Para ellos, el desastre que tuvo lugar en la península ibérica entre 1936 y 1939 no fue una guerra entre dos maneras opuestas de ver la nación, sino el encontronazo entre una España monolíticamente fascista y una Cataluña impecablemente democrática; y de ahí no hay quien los saque, aunque uno aún no haya acabado de dilucidar si de verdad se creen lo que dicen o si solo se trata de una eficaz manera de envenenar el ambiente, que es a lo que dedican la mayoría de su tiempo y sus esfuerzos (ya lo decía Paolo Conte: "Genova per noi c´e una idea come un´altra").

La petición de excusas --como si aquí no hubiese habido franquistas a punta pala; entre ellos, los abuelos y progenitores de algunos de nuestros más conspicuos separatistas del momento-- suele venir acompañada de la de disculparse por el fusilamiento de Lluís Companys, como si los gobiernos de la democracia tuviesen algo que ver con los de la dictadura. De nada sirve explicarles que los juicios del franquismo eran una farsa y un insulto a la justicia y que el Caudillo eliminaba a quien le salía del níspero, pues para algo había ganado la guerra. En ese sentido, la permanente exigencia de anular unos juicios que se desautorizan solos constituye otra tabarra malintencionada que pretende establecer una relación directa entre los gobiernos del denostado régimen del 78 y los previos a la llegada de la democracia. Todos sabemos que el juicio a Companys fue una pantomima siniestra y que el llamado presidente mártir era un dead man walking desde el momento en que cayó en manos de sus adversarios políticos. Así pues, la insistencia en anular unos juicios que no eran más que un abuso de poder y un mezquino ajuste de cuentas es una pérdida de tiempo teñida de mala intención.

A veces pienso que lo único que les falta a los lazis es exigir la resurrección de Companys o, en su defecto, su clonación. Para este fin, bastaría con proceder a la inhumación del difunto en busca de algunas células sobre las que trabajar para poder disponer, en el plazo de unos cincuenta años, de un sujeto idéntico a Companys que volviera a meter la pata y, siguiendo la estela del fugado Puigdemont, declarara una independencia que volviera a acabar como el rosario de la aurora. Si la clonación no sale bien, siempre se puede recurrir a la beatificación, pero dudo mucho que la iglesia católica estuviese por la labor, teniendo en cuenta la de curas ejecutados por los anarquistas que se subieron a la chepa del presidente fusilado, sujeto algo pusilánime que no supo imponerse al retorcido personal que lo rodeaba ni a la amante --compartida con el más bruto de los hermanos Badía, que hasta contempló la posibilidad de asesinarlo-- que llevó por la vía del independentismo a un señor que, como recogen las crónicas, disfrutaba enormemente yendo a los toros y bailando pasodobles, dos pasatiempos muy españoles.

Como todos sabemos, el general Franco era un tiranuelo simplón y expeditivo con tendencia a eliminar a quien se le ponía de canto. Uno de ellos fue Lluís Companys, pero hubo muchos más, miles, y los ejecutados se repartieron equitativamente por toda la España que había perdido la guerra, sin que Cataluña encabezara el ranking de fusilados y represaliados. El gobierno del escalador social Pedro Sánchez tiene muchas cosas por las que rendir explicaciones, pero el asesinato de Lluís Companys no es una de ellas. Que Quim Torra vuelva a sacar el tema es tan previsible como latoso, y Sánchez hará bien en dejar entrar la propuesta por una de sus orejas y dejarla salir por la otra. ¡Bastante tiene el hombre con aguantar esa mesa de supuesto diálogo con los separatistas que se le viene encima para ver si consigue aprobar los presupuestos de una vez! Así pues, no lo agobiemos con chorradas o acabaremos prorrogando los presupuestos del PP hasta el día del juicio final, momento en que el último presidente de la Generalitat, como si lo viera, intentará negociar con la divinidad la anulación del juicio a Companys.