A Manuel Valls le ha caído un ministerio en el gobierno francés y el lazismo en pleno ha reaccionado pillándose un rebote del quince, como se deduce de la lectura de los digitales del ancien régime, donde Antichs y Partals se han puesto a soltar sapos y culebras por la boquita, sacándole todo el partido posible a su lengua bífida, para ciscarse en el antiguo primer ministro de la república vecina y fallido aspirante a la alcaldía de Barcelona.

Los procesistas siempre le tuvieron una manía tremenda a Valls, y para que quede claro que son de los que muerden y no sueltan, ahora la vuelven a tomar con él porque Macron le ha ofrecido el ministerio de Ultramar (aprovechando para recordarle su supuesta condición de colonialista, que ya habría intentado ejercer en Cataluña).

Manuel Valls se hizo odiar nada más llegar a Barcelona con la intención de convertirse en su alcalde. En España se le consideraba un franchute sobrado que venía a meterse donde no le llamaban. En Cataluña se dio una variante del mismo síndrome anti gabacho: aunque hubiese nacido en Barcelona, no nos iba a venir un político criado en Francia a decirnos lo que teníamos que hacer con nuestra querida ciudad.

No recuerdo una hostilidad tan notoria y transversal desde el nacimiento de Ciutadans, que fue acogido a patadas, tergiversado como un partido supuestamente anticatalán (cuando solo era antinacionalista) y conceptuado como una pandilla de cizañeros que solo venían a aportar problemas a una sociedad que funcionaba como una seda. Sí, de acuerdo, Ciutadans se convirtió en Ciudadanos y acabó como el rosario de la aurora. Podría haber sido un partido ideal para integrar al señor Valls, pero éste ya no se hablaba con Albert Rivera a las pocas semanas de haberse iniciado la relación, cuando Valls seguía instalado en el centroizquierda y a Rivera se le había ocurrido la brillante idea de suplantar al PP en los favores de la derechona (Dios le conserve la vista, con la de camino que había que recorrer por la socialdemocracia).

Conocí a Valls en esa época y hasta me involucré un tanto en sus proyectos de alcanzar la alcaldía de Barcelona (cerré su lista con el número 40). A diferencia de la mayoría de mis conciudadanos, que lo consideraban un badulaque (era muy gracioso ver cómo lo basureaban genuinas lumbreras de ERC o la CUP, ¡calienta escaños profesionales tomándose a chufla a un primer ministro del país de al lado!), Valls me pareció un socialdemócrata de mi estilo, y sus ideas para mí (nuestra) ciudad eran las que más me convencían de todas las que había en el mercado (y de pequeños, ambos habíamos leído el semanario Pilote, cuna de Astérix y Obélix, y eso une mucho).

Pero se le odiaba con saña, incluyendo a los sociatas. Y se le acusaba de arrogante (algo de eso había: en la distancia corta era un tipo encantador, pero en cuanto le acercaban la alcachofa, le salía el primer ministro o el ministro del Interior que llevaba dentro y podía resultar algo cargante; lo mismo le ocurre a Cayetana Álvarez de Toledo, contertulia ideal en un encuentro privado y levemente irritante marquesona en cuanto le plantan el micro delante).

El problema de Valls es que era un político francés, que era lo que a mí me gustaba de él y lo que a casi todos los demás les daba grima. Yo hablaba con él y tenía la sensación de estar hablando con un profesional de lo suyo y con alguien acostumbrado a moverse en un entorno menos garbancero que el nuestro (no es que no haya políticos franceses abyectos, pero su abyección no es como la nuestra: es, como diría Pujol, ni mejor ni peor, diferente).

En cualquier caso, en Barcelona, a Valls le vimos la gracia cuatro gatos (y una millonaria que se casó con él). Fracasado el conato de ritorna vincitore, el hombre se volvió a París y, cuando hablábamos, me contaba que tenía una excelente relación con Emmanuel Macron.

Viendo que iba pasando el tiempo y que Macron no parecía pensar en él para nada, empecé a temer que el amigo Manuel tuviese una visión demasiado optimista de su futuro político. Ahora veo que era yo el que me equivocaba con respecto a su porvenir. Y los lazis, que no perdían la ocasión de darlo por muerto y ponerlo de vuelta y media. Hasta que se han encontrado con su odiado señor Valls convertido en ministro de Francia, demostrando una capacidad notable para mantenerse a flote.

A diferencia de los procesistas, me alegro por él. Me hubiese gustado tenerlo de alcalde, pero ya me apaño con Collboni y le agradezco que, gracias a él, el Tete Maragall no se hiciera jamás con el mando de la ciudad.

No sé qué tal le irá con los Dom-Tom, pero siempre es mejor ser ministro de un país de verdad que alcalde de la capital de un país de ficción.