Hace unos días, la abadía de Montserrat recibió la Medalla de Honor del Parlamento catalán mientras se iniciaban los fastos del milenario del monasterio, fundado por el abad Oliva (971–1046) y actualmente dirigido por Manel Gasch (Barcelona, 1970). Entre otros motivos, como dijo Josep Rull, por ser “un baluarte inexpugnable en defensa de la lengua y la cultura catalanas”. A causa de su humanismo cristiano, Salvador Illa no tuvo nada que objetar al galardón, todo lo contrario de las víctimas de abusos sexuales por parte del clero, quienes consideraron que la medallita del parlamentillo se parecía bastante a lo de unir al insulto la afrenta.
En su discurso de agradecimiento, el abad Gasch tuvo el detalle de hacer referencia al espinoso asunto de los abusos a menores dentro del monasterio, pero lo hizo de una manera muy oblicua, típicamente curil, y viniendo a decir que tampoco había para tanto, ya que ¿quién no comete errores en el transcurso de una institución milenaria? Sus disculpas para con las víctimas del manoseo indeseado de los monjes sonaron a compromiso, no a un auténtico reconocimiento de la culpa y a una firme voluntad de que los horrores acaecidos no se repitan.
En mil años pueden pasar muchas cosas, pero las buenas se imponen a las malas, según el señor abad, así que pelillos a la mar y a ver si dejamos de dar la chapa con lo de los abusos sexuales: no detecté en el abad Gasch el más mínimo propósito de enmienda, como si los delitos sexuales cometidos en el monasterio fuesen una anécdota a pie de página de esa glorioso institución que, según Rull, es un baluarte inexpugnable de la catalanidad (en eso coincidió con Mikimoto, quien aseguraba que la montaña de Montserrat irradiaba catalanidad, aunque no sé si estaba al corriente del componente negativo de la radiación).
El señor abad, para más inri, no habló de delitos, sino de errores. ¿Es incapaz de distinguir una cosa de otra? En tal caso, yo se lo explico: colgar un cuadro torcido es un error; sodomizar a un niño de la Escolanía es un delito, ¡y de los gordos! Quitarse el muerto de encima reconociendo unos difusos errores que ni se especifican ni son errores me parece de una desfachatez considerable, y comprendo que las víctimas de abusos que se manifestaron en contra de la concesión de la medalla del Parlament estén que trinan.
He llegado a la conclusión de que a Montserrat se la denomina la montaña sagrada porque el monasterio benedictino que acoge es sagrado desde una visión radical de la catalanidad. A los monjes se les perdona todo: que hicieran entrar a Franco bajo palio; que tengan ahí enterrados a los falangistas catalanes del, precisamente, Tercio de Montserrat; que hayan ido adecuando su discurso –como suele hacer en general la Iglesia, que solo piensa en su propia supervivencia, a ser posible desde una posición de privilegio: así es cómo se puede pasar del franquismo al prusés sin despeinarse– al respectivo signo de los tiempos y, en definitiva, que siempre hayan puesto en práctica ese dicho que asegura que Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
Durante la década de 1990, cuando uno escribía en El País, se puso en marcha una serie de artículos sobre el monasterio de Montserrat que se interrumpió bruscamente al cabo de dos o tres entregas. La serie abordaba la homosexualidad entre monjes y los abusos infantiles, y en ella quedaba muy clara esa diferencia entre errores y delitos que al abad Gasch se le escapa. Nunca supe qué pasó, pero la serie se terminó antes de tiempo y se impuso, una vez más, la omertá montserratina. Me da la impresión de que seguimos en las mismas, cuando el presidente del Parlament y el de la Generalitat suscriben de manera acrítica el milenario del monasterio de Montserrat y escuchan impertérritos cómo el actual mandamás de la institución califica displicentemente de errores lo que para sus víctimas y para cualquier persona decente son delitos graves que no pueden despacharse con una disculpa de las de cubrir el expediente.