Los esfuerzos de la ANC (y asociados) por demostrar que el independentismo sigue en perfecto estado de salud no fueron recompensados por una asistencia multitudinaria a las cinco manifestaciones organizadas para la Diada de ayer, que apenas lograron convocar a 70.000 personas (60.000 de ellas en Barcelona, para un pasacalle desde la estación de Francia al Arco de Triunfo: nada de reunirse en el paseo de Gracia, que ahí se notan demasiado las ausencias aunque, si el viento sopla a favor, es más fácil inflar las cifras de asistentes, como se hacía en aquello tiempos gloriosos para el procesismo en los que se hablaba de un millón de personas, o dos, ya puestos, en el paseo de Gracia, dato inverosímil que los medios de agit prop del régimen daban por bueno, aunque hubiese que meter a 20 personas en cada baldosa sin que la diñaran por falta de aire).

Para compensar la falta de entusiasmo popular, todos los figurones del ancien regime (políticos, líderes de la sociedad civil, columnistas de los digitales lazis) se han puesto de acuerdo para sostener que el independentismo está más vivo que nunca, aunque se aprecie cierto descontrol en la manera de gestionarlo. Para ellos, el prusés no ha terminado. Puede que esté pasando un mal momento, pero se recuperará, dado que la inmensa mayoría de los catalanes ansía liberarse del yugo español. No es eso lo que dice la última encuesta del CEO, según la cual el porcentaje de quienes se sienten exclusivamente catalanes ha bajado hasta el 20% de la población (y la cosa es aún peor en el segmento juvenil comprendido entre los 18 y los 24, donde sólo uno de cada diez especímenes humanos se siente únicamente catalán). Nunca hay que dejar que la realidad te arruine las ilusiones.

De ahí que los columnistas indepes digan que lo de ahora no es un adiós, sino un hasta pronto. O que Xavier Antich y Lluís Llach (manteniendo las formas el primero y completamente desabrochado el segundo, después de liarla a lo grande con su benevolencia hacia los energúmenos de la señora Orriols) insistan en que hay que seguir dando la turra hasta alcanzar el objetivo final (aunque ni ellos mismos sepan cómo). O que el inefable Tururull diga que los que damos por muerto y enterrado el prusés somos unos ilusos (a nosotros nos parece que el iluso es él, aunque entendemos que lo suyo viene con el cargo y que no se juega con las cosas del comer).

Lo de ayer fue un intento desesperado de salvar los muebles que no salió muy bien. Pero lo auténticamente demoledor para las ilusiones lazis está en el informe del CEO, concretamente en lo relativo a nuestra población juvenil, que no está satisfaciendo las esperanzas en ella depositadas por los separatistas desde los ya lejanos tiempos de Jordi Pujol. Aunque nunca verbalizado, el plan consistía en fabricar desde la escuela varias generaciones de independentistas que se sumaran en masa a la causa hasta que llegara el día en que casi todos los catalanes quisieran la independencia, que de esta manera llegaría sola. De ahí el lavado de cerebro de las últimas décadas en colegios y medios de comunicación. Se trataba de inculcar el odio a España desde la más temprana edad, para así poner en práctica el consejo de Pujol: Primer, paciència; després, independència.

Por los motivos que sean, el sueño húmedo del afligido viudo de la Madre Superiora no se ha convertido en realidad y el 90% de nuestros jovenzuelos ve perfectamente compatible ser catalán con ser español. Los que iban a hacer posible la independencia se han desinteresado del asunto y sus mayores se desesperan mientras le echan la culpa de todo a los influencers y al reguetón. O sea que, como decían los Sex Pistols, No future.

Como no hay peor sordo que el que no quiere oír, los rostros visibles del independentismo seguirán en sus trece, calificándonos de ilusos a los que vemos cómo se les desmorona el castillo de naipes que tantos años les ha costado edificar. Démosles un poco más de tiempo y acabarán todos convertidos en divertidos excéntricos, levemente seniles, que hablan solos por La Rambla mientras se insertan en esa rica tradición barcelonesa de chifladitos inofensivos que va de la Moños hasta el Sheriff, pasando por aquel perturbado que iba en pelotas y con un anillo en la punta de la fava y que, por cierto, se murió no hace mucho