Pasó de apparatchik del PSC a líder con posibilidades de llegar a presidir la Generalitat (gracias, en parte, al sindiós generado por las diferentes familias del lazismo, cuyos votantes se debaten entre el abandono y el delirio).
Para lo que le conviene, ejerce de mandamás socialista que mantiene relaciones de igual a igual con el partido hermano con sede en Madrid y toma sus propias decisiones. Y también cuando le conviene, practica un seguidismo desacomplejado de todas las ideas de bombero de su jefe, Pedro Sánchez, como estamos pudiendo comprobar con su adhesión inquebrantable a las lamentables maniobras del actual presidente del Gobierno en relación con un prófugo de la justicia al que ha convertido en interlocutor válido porque necesita los siete votos de su partido para mantenerse en el poder.
Con respecto a este espinoso asunto, Salvador Illa repite como un loro las patrañas de su señorito: todo sea por el progreso y la convivencia entre españoles (incluyendo a los que no quieren serlo), el PP es enemigo de la concordia y disfruta instalado en la tangana permanente, lo importante es la renovación del CGPJ (que también) y no la amnistía hacia un personal que no muestra el menor propósito de enmienda, amenaza con volver a las andadas, chulea a un país entero (del que aún forma parte, así que a ver cómo nos explican él y Sánchez lo del verificador internacional), que lo importante es resolver el (supuesto) conflicto entre Cataluña y España y así sucesivamente.
Líder independiente o sumiso apparatchik, dependiendo de su conveniencia, Salvador Illa está interpretando un papel muy cutre en el vodevil de la amnistía escrito por Sánchez y Puigdemont. Cutre, pero puede que astuto: por un lado, queda bien con el Líder Máximo (dure lo que dure), y, por otro, guiña un ojo a los lazis, actividad sempiterna del PSC desde los tiempos de Pujol, cuando fue víctima de un curioso síndrome de Estocolmo que se mantiene bastante vigente hoy.
Para quien no parece tener ni un pensamiento el señor Illa es para un nutrido sector de votantes del PSC, el que formamos los que nos hemos pasado la vida votándolo como mal menor (algunos, como quien esto firma, tras un tiempecito votando a Ciudadanos, hasta que Albert Rivera optó por el suicidio colectivo tras pasarse sin complejos a la derechona más rancia y pretender sustituir al PP: ¡Dios le conserve la vista!). Es como si representásemos una especie de voto cautivo al que no hay que mimar ni tan siquiera tener en cuenta: todo parece indicar que los que estamos en contra de la amnistía para nuestros delincuentes patrióticos podemos ser ignorados, ninguneados y basureados sin tasa, pues al final, a falta de algo más estimulante, nos pondremos la pinza en la nariz y echaremos en la urna el voto al PSC.
Salvador Illa debería recordar que los principales damnificados de los delirios del Prisionero de Flandes y el beato Junqueras no fueron ni los madrileños ni los españoles en general, sino los catalanes que siempre estuvimos en contra del prusés y a los que no se ha tenido en cuenta a la hora del chalaneo de Sánchez para conservar su puesto de trabajo. Ahora que tanto insiste (cuando le conviene, as usual) en que todos somos españoles, ¿qué pasa con los españoles del nordeste de la península? ¿Se nos ha preguntado si estamos a favor de que se amnistíe a una pandilla de macarras sobraos que no solo no se arrepienten de habernos amargado la vida, sino que se jactan de imponer sus exigencias y siguen dando la chapa con la necesidad de un nuevo referéndum de autodeterminación?
En vez de Emiliano García-Page y otros barones socialistas disconformes con la amnistía de marras, ¿no debería ser Salvador Illa quien pusiera pegas a una cacicada cuyo único objetivo, por mucho que vistan a la mona, es conservar el poder a cualquier precio? En vez de eso, Illa repite las consignas que le llegan de Madrid, contribuye más que nadie a vestir a la citada mona, no tiene ni una palabra para todos los que fuimos atropellados y vejados en octubre del 17 y apela a una supuesta convivencia por la que los de Puchi no parecen sentir el menor interés, como se deduce de sus constantes desplantes, de sus actitudes chulescas, de sus groseras diatribas antiespañolas y de su actitud general, que parece resumirse en esperar una excusa del Gobierno español por haberles puesto en su sitio en su momento.
Ya sé que el principal objetivo de todo político es medrar. En ese sentido, Illa va muy bien encaminado: fidelidad perruna a su amo, guiños al posible electorado desengañado de las falsas promesas del lazismo, meritoria postura (o impostura) de hombre de Estado, práctica del bonismo y de una aparente templanza… Pero nuestro hombre flaquea por el mismo sitio que su jefe de filas: la ética y los principios se los pasa por el arco de triunfo con tal de alcanzar sus objetivos. Sánchez quiere tirarse cuatro años más presidiendo la nación. Illa ya se ve al frente de la Generalitat. Todo lo demás, se la sopla a ambos.
Por muchas ganas que tenga de librarme del Petitó de Pineda (que las tengo), ¿le voy a dar mi voto a alguien que, como Illa, no ha pensado jamás en la gente como yo? Es más, ¿quién me garantiza que un gobierno autónomo socialista se va a distinguir lo suficiente de uno convergente o republicano? Estoy empezando a pensar que, si a Illa le importamos un rábano los principales afectados por el ridículo motín de hace seis años, también tenemos derecho nosotros a que nos importe un rábano él. Y si adoptamos esa actitud, ya se puede ir despidiendo de ese voto que considera cautivo porque su opción es la que menos asco nos da de todas las que se presentan.
Así pues, señor Illa, siga usted medrando de la manera que juzgue más conveniente, pero luego no se queje si muchos nos quedamos durmiendo el día en que deberíamos acudir a las urnas en busca de ese progreso y esa convivencia con la que usted se llena la boca y que nosotros no vemos por ninguna parte.